DOS POETAS PORTEÑOS EN VALENCIA DE SAN DESIDERIO
José Carlos De Nóbrega
¿Y qué es en verdad un cuerpo sino los
últimos minutos de una fiesta?
Freddy Ñáñez.
Es harto gratificante toparnos con voces poéticas en las que impera un decir transparente, sin que importe lo generacional. Aquí y ahora celebramos la presencia de dos poetas que hacen vida en Puerto Cabello: Mirih Berbín (Ciudad Bolívar, 1983) y Arnaldo Jiménez (La Guaira, 1963). Nos referiremos a sus poemarios más recientes: “Mareas” de Berbín y “Caballo de Escoba” de Jiménez. Ambos libros recrean el paisaje de la costa y el mundo de la infancia recobrada respectivamente. Realizaremos un paseo lúdico y placentero en ese mismo orden.
“Mareas” es una colección poética solar: Manifiesta una sed irreductible por la luz que la vincula a Armando Reverón y Friedrich Nietzsche, dos de sus profetas más conspicuos. Efectivamente, “El sol se oculta, no se va: No pierdas el rayo de luz / que se asoma en tu boca // no desperdicies tus abrazos / en la noche // Aguarda la mañana / y ven”. El poema breve no se justifica en la economía expresiva del discurso, por el contrario, apuesta por el acceso inmediato y enamorado del objeto poético: “juego a dejarme llevar / en esta hoja en blanco que desnudo / para ver las playas de tu luz”. Las palabras y las blancuras del silencio se apropian del paisaje interior por oleadas: el tríptico poético (Soles, Oleajes y Resacas) introduce otro poemario (I-XII) que completará este mosaico marino. El cuarto libro o la cuarta parte propuesta, nos parece un texto de búsqueda interior que colinda con el misticismo cristiano de San Juan de la Cruz, o las novelas de formación de Hermann Hesse. Es notable, a tal respecto, el poema VII: “Hurgar en lo más profundo / hacer de eso un hogar / es algo que consume”. La iluminación de adentro no implica una escritura apolínea y unívoca: la voz se transparenta en la contingencia, la caída, la denuncia ética y la configuración de un ars poética personal. Sometámonos a la confesión descarnada del poema IX: “me convertí en noche / hasta no tener idea / de cómo empecé a ser un esqueleto / sin sepultura / sin epitafio”. O poner en evidencia nuestro afán destructivo y caníbal: “pisotea todo / mientras se cambian las piezas / que lo hacen cárcel”.
La interiorización del paisaje costero y marino marca el corpus poético hasta la conmoción: “El lenguaje de las olas / rompe el fuego peligroso / que se viste en una piel lozana y brillante // deja rodar en todas direcciones / sus grandes y verdes ojos”. “Oleajes” nos recuerda una magnífica fotografía de Luis Alberto Angulo en la que un perro mestizo se revuelca placenteramente en la playa: “Sabueso del destino / permanecí en calles / flanqueadas de pulgas / desaparecí kilos del alma / choqué contra mares inhóspitos”. Caminamos, al punto, la estrechez de las calles porteñas para desembocar en La Alcantarilla. Los perros realengos trafican, negocian y se emborrachan de aguardiente y carne alquilada en sus innumerables garitos. El tratamiento de la luz se mueve entre la estridencia y la placidez: En “Playa nocturna”, por ejemplo, la mirada encandilada busca reposo, no en balde “trepan por palmeras / mis instintos / chocan con líneas / que electrocutan mentiras”. El salitre deprecia no sólo al cuerpo, sino también a la búsqueda del ser.
“Caballo de Escoba” es el cuarto volumen poético de Arnaldo Jiménez. Nos complace su lindura como objeto: la portada de Javier Téllez y su apariencia de catálogo artístico. Por supuesto, este poemario es fundamentalmente un obsequio con el que juegan sus dos hijas, Gabrielys y Gracielys. Se trata de recobrar la infancia, el origen de los sueños pospuestos por una adultez desencaminada en la producción y el consumo de bienes. El poema homónimo del libro no sólo reconstruye la infancia, sino también nos remite a la relectura poética de Orlando Araujo, Teófilo Tortolero y Enrique Mujica: “un día mi caballo de escoba / empequeñeció // y escuchó dentro de mí / el relincho de su propio agotamiento // así cabalgó hasta desvanecerse / en el sucio adiós que mis palabras / dejan caer sobre esta hoja”. En “Cajas”, la voz poética deviene en sujeto y objeto a la vez, pues la travesura embochincha “La Tienda de Muñecos” como estancia e instancia intertextual: “la llegada de mis hijas / le devolvían calor a las cosas / y todos los muñecos / nos salíamos de las cajas / y jugábamos a vivir”. Recobrar la niñez no sólo en la evocación y el garabato juguetón, sino en el uso primigenio y transparente del lenguaje que apuntala a la Poesía del Decir: “da miedo no entenderse / no encontrar el comienzo / del enredijo / (…) / al nacer somos exactos / después un amasijo de rayas”. La ventana desparrama el verdor del parque en la casa, la cual se convertirá en un circo comunitario y amoroso: “después de esa calma / mis hijas y yo / nos ensuciamos de horas / juguetes de nosotros mismos”. Bien nos lo dice Susan Sontag, resulta desalentadora la fealdad del adulto a la luz de la perfección del bebé: “la visión aumentada es desconcertarse con las imperfecciones”.
Una diversidad de objetos sirve de pretexto para el lúdico retorno: los muñecos, los amuletos, la arcilla entre las manos, la escoba, un perol de agua. El juego constituye una de nuestras primeras actividades de socialización, amén de simular el curso mágico y posible del mundo. He aquí un cancionero que supone un elogio entusiasta a la imaginación, afín al espíritu de estos versos de Rosalía de Castro: “¡ai, con qué prisa voara, / toliña de tan contenta, / para cantar a alborada / nos campos da miña terra”. “El sudor de las partidas” explora la figura del padre, temática abordada por voces poéticas nacionales como Reynaldo Pérez Só, Ramón Palomares, Teófilo Tortolero y Pepe Barroeta. Oigamos atentamente este conmovedor ejercicio que le honra: “no hundas tu lejanía / en el temor que siento / de tropezarme / con tus ropas / y no poder quitarme / el sudor de las partidas”. La diafanidad radical del discurso poético facilita los notables dividendos rítmicos, melódicos y expresivos de esta propuesta: “si ellas supieran de la mesa en el alma / y reunieran la sed / hasta nacerme senos de padre // yo ganaría transparencia / y no tendría astillas mi horma”. “Carta a la muerte” significa un pertinente cierre del ciclo, paradójico canto solar y celebratorio de la vida: “muerte / gracias por espantar con tu presencia / los terrores de mi vigilia // no dejes de abrir el amanecer”.
Sólo nos resta agradecer a ambos poetas la calidad amorosa de sus voces, dispuestas desde hoy a sacudir la rutina y el tedio que nos agobian. Se trata, pues, de vomitar pequeños conejos que alboroten nuestra casa.
En Valencia de San Desiderio, sábado 17 de septiembre de 2011.
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