EL LIBRO: UNA EXTRAÑA MERCANCIA
Arnaldo Jiménez
Para comprender mejor el hermoso papel que debe jugar el libro en una sociedad socialista es preciso que indaguemos un poco en lo que el libro ha sido en la sociedad capitalista. Son muchos los aspectos que hay que considerar en esta relación del libro con la sociedad y de la sociedad con el libro; pero trataremos de focalizar nuestra atención en la paradoja que resulta de la producción del texto escrito en tanto que mercancía, una paradoja que mantiene en tensión al ser humano despierto a estos juegos esquizos del mercado y de la industria: el mercado necesita y rechaza al libro al mismo tiempo. Por ello es imposible que dejemos a un lado la relación del mercado con el lector y con el tipo de lectura que el primero de los nombrados necesita más.
Arnaldo Jiménez
Para comprender mejor el hermoso papel que debe jugar el libro en una sociedad socialista es preciso que indaguemos un poco en lo que el libro ha sido en la sociedad capitalista. Son muchos los aspectos que hay que considerar en esta relación del libro con la sociedad y de la sociedad con el libro; pero trataremos de focalizar nuestra atención en la paradoja que resulta de la producción del texto escrito en tanto que mercancía, una paradoja que mantiene en tensión al ser humano despierto a estos juegos esquizos del mercado y de la industria: el mercado necesita y rechaza al libro al mismo tiempo. Por ello es imposible que dejemos a un lado la relación del mercado con el lector y con el tipo de lectura que el primero de los nombrados necesita más.
Si nos preguntáramos por qué y para qué el mercado necesita al libro tendríamos que aventurar las siguientes respuestas. Nos ocuparemos primero del por qué. La respuesta es obvia si nos atenemos al modo de cómo funciona el mercado capitalista. Lo necesita porque por medio de él obtiene y reproduce un tipo de ser humano que responde a sus intereses. La respuesta a la pregunta del para qué lo necesita es más obvia aún, el mercado necesita este tipo de lector porque requiere vender la mercancía y extraerle el plusvalor tal como lo hace con todas las demás mercancías, es decir, precisa vender y vender bastante. Esto no es tan contradictorio con los tirajes de las editoriales pequeñas que sólo llegan a editar mil ejemplares de cada libro y no superan la docena de autores publicados en un año. Tampoco es contradictorio con esa capacidad que tienen las pequeñas editoriales de terminar convertidas en cementerios bibliográficos. Digo que es más bien complementario, porque el libro de las grandes editoriales no sólo vende a un autor y a un tipo de contenido sino a un concepto estético de lo que debe ser un libro, este concepto funciona como ideal para las pequeñas editoriales y como patrón para el consumidor, allí entra en juego el tipo de carátula, los colores y brillos de las mismas, los títulos que están dirigidos a captar compradores, los renombrados autores, etc. todo ello tiene una inversión económica que las pequeñas editoriales no pueden alcanzar y por tanto el lector, al hacer la comparación, termina entrampado en las estrategias de ventas. Bien, pero aunque esto sea importante, a nosotros nos interesa mucho más internarnos en otras motivaciones que están escondidas detrás de esos brillos de los libros, dentro de esa trampa editorial o comercial.
Había dicho que el mercado, entendido como un espacio múltiple por donde circulan las leyes económicas de la oferta y la demanda, entendido como espacio mediador y vehiculizador del encuentro entre el vendedor y el comparador, entendido en fin como el lugar donde el uso de una mercancía se transforma en cambio, prolongación necesaria de la industria porque allí ésta regenera el consumo y las motivaciones reales e imaginarias del mismo. Esta dupla multiplicada en todos los espacios societales tienen objetivos comunes que tienen que cumplir para sostener el estado de cosas existentes, uno de ellos es producir y reproducir un tipo de subjetividad acorde con sus necesidades e intereses. La subjetividad es la producción de un molde de personalidad que se acopla luego a una serialidad que sería la entrada a un discurso en el cual el sujeto es ya preconcebido, entendido, definido, identificado, y él, el sujeto mismo, no está de más que recordemos que sujeto es aquél que está sujetado, agarrado a algo, en este caso a un discurso, decía que el sujeto mismo al entrar al discurso participa de esta construcción que de él está llevando a cabo la industria y el mercado, de esta manera se le reducen las posibilidades de comprenderse de otra manera. El molde y la serialidad funcionan articulados como cualquier mercancía.
El lector que necesita la industria, y no sólo la editorial, cuando hablo de industria me refiero a un sistema complejo de macroengranajes que aunque estén aislados física o territorialmente, las funcionalidades los ensamblan y nos permite entenderlas como un inmenso organismo multifacético que se encuentra al mismo tiempo en todas las direcciones del planeta y en todas las instituciones de la sociedad, la iglesia, la escuela, las leyes, etc. Repito entonces, el lector que necesita la industria es aquel que por un lado no tenga necesidad de buscarse y por tanto de leer y por otro se acepte o se comprenda como un ser consumidor, devorador de las ilusiones por medio de las cuales él taponaría una carencia producida a su vez por el sistema de trabajo capitalista, si sabemos que este procura ir vaciando progresivamente el alma del ser humano y colocar en el lugar del alma al deseo. Los grandes vendedores de libros les ofertan a las personas lo que ellas deberían buscar, y estas búsquedas tienen que ver con la lectura o más bien con la mirada de la realidad y no tan sólo con las ofertas editoriales, tienen que ver no con una cura imaginaria, una idealización del yo en tanto que entidad aislada capaz de soportar los manejos publicitarios, la manipulación mediática, sino con un encuentro con las potencialidades del ser como arquetipo viviente y en cuanto ser con una alta carga de misterio y de irrealidad. Es muy fácil hablar del alma de los demás mientras vendo setenta millones de libros, el ser humano de los betsellers es un ser desterritorializado, es un ser casi angélico más allá del hambre y la tragedia cotidiana del diario vivir que tiene que ver más con el espíritu de resistencia de nuestras miserias, incluida aquí por supuesto la pobreza, que con las caricias de la virtudes que casi siempre brotan cuando tenemos la satisfacción de las necesidades primarias garantizadas. En estas ofertas el sujeto vuelve a ser entendido como un ser unitario, predecible, definible. Un lector con estas cualidades responde fácilmente a la fragmentación del lenguaje por los sistemas computarizados: si, no, prendido, apagado, cancelar, continuar. Sin dudas, las grandes editoriales reproducen las condiciones alienantes de la sociedad capitalista.
Ahora quisiera que nos acercáramos un poco a entender por qué la sociedad capitalista rechaza o forcluye al lector si le es tan necesario como ya hemos visto.
No todo es encierro, no todo es paranoia panóptica del sistema. La sociedad capitalista tiene escollos, pequeños huecos respiratorios, puertas secretas por donde podemos pasar hacia otra manera de entendernos y encontrar joyas preciosas en medio de espesos fangos y cuevas oscuras. Podemos decir que son lugares de humanización. El libro, es uno de estos huecos de fértil respiración, como objeto va en contra de sí mismo en su cualidad de mercancía. Puede ser usado para romper el molde del cual ya hablamos y producir otra subjetividad, otra serialidad, un discurso donde el ser humano no sea preconcebido, por tanto, el libro forjaría otro tipo de lector. Todo esto convierte al libro en una mercancía extraña, una mercancía que aún contentiva del valor de uso y de cambio, es el uso su valor supremo, tanto para hundir al lector en una mediocridad inmisericorde, en una esclavitud a las leyes del mercado, como para soltarlo hacia sí mismo, como para liberarlo de su propia madeja y permitirle comprenderse como muchos en uno. Porque en el libro se encuentra, tanto como en la oralidad, la gran fuente de donde renace el ser humano cada vez que se encuentra a punto de fenecer: el lenguaje con todos sus poderes, por eso a diferencia de otra mercancía, el libro no es trabajo muerto objetivado, sino trabajo vivo subjetivizado.
El lector que la industria rechaza es un lector que comprende que el lenguaje no puede ser insultado, rebajado en su misterio y transformarlo en mercancía, es decir en algo cognoscible, tangible y cuantificable, es un lector que no se sabe porque no es un yo determinado de ante mano, es un nosotros individual, un individuo múltiple. Es un lector que entiende que él es un enigma, un misterio, por cierto la misma cualidad que tiene eso que está fuera de él y que al portar la misma dignidad de lo indescifrable, los iguala: la realidad. Es a este tipo de lector que la sociedad capitalista busca marginarlo a fuerza de minimizar su radio de acción, porque en él se encuentra el germen de otro ser humano más comunitario, un ser humano que al romper con el yo del neoliberalismo, que se inserta en el engranaje de la subjetividad yoica del capitalismo, se prepara para ser un colectivo de carne y hueso, ya que el colectivo es la unión de muchos seres con un alto nivel de conciencia económica, política, ecológica, etc, así como de sus individualidades y del papel que juegan en la sociedad. Este lector pues es la existencia de un ser socialista dentro de las condiciones de vida del capitalismo, condiciones que tienden a privatizar al cuerpo y al pensamiento. Y aquí entramos en otra paradoja, los libros cuya concepción estética está acorde al gran silencio que los signa o en todo caso son proporcionales al grado de no decir que los funda, no logran sobrevivirse, son devorados por la pulsión de muerte de la sociedad capitalista. Y aquellos libros que, moderados en sus vestimentas y en sus tirajes logran acarrear una verdad dentro de ellos, transportan sangre, tuétanos, pálpitos de vida, superan esa pulsión y se acomodan al lado del principio del placer que son aquellas fuerzas que en vez de negar el placer y el disfrute de vivir, lo afirman. Claro en todo esto existen matices que son necesarios tomar en cuenta, señalo algunos: pueden haber buenos escritores en grandes editoriales, una vez que se convierten en clásicos y aseguran las ventas; aunque este no sea el único caso. Ya sabemos de los malos escritores en grandes editoriales. En unos y en otros “las verdades” son multiplicadas con las ventas, pero casi siempre ganan los criterios de la novedad, la moda, etc, donde se ubican los segundos. También existen malos escritores en pequeñas editoriales, quienes pasan desapercibidos al igual que los buenos escritores en las mismas editoriales, opacados por el mercado y las políticas de distribución.
Pero si la sociedad capitalista genera una tipología del lector, una clasificación de los libros, también podemos encontrar una tipología del escritor. En primer lugar tenemos a los escritores vitrinas, esos seres casi sobrenaturales que escriben cien libros en un año y todos son éxitos de ventas, también los denomino escritores máquinas. En segundo lugar nombramos a los escritores por salvación, aquellos seres que acuden a la escritura para sacarse de encima los demonios que los atormentan, los seres que los siguen, la celebración de vivir, los sueños que los atropellan, las verdades que quieren compartir, el canto que desean echar andar por los canales de la mirada y de la escucha del otro. Por último, para no fastidiar en la búsqueda de más especies en esta zoología editorial, tenemos a los escritores híbridos o escritores bicéfalos. Estos escritores son mixtos, algunas genialidades se le cuelan en medio de la mediocridad, un poco de salvación y una dosis de vitrina, son a veces incómodos, uno no sabe si creer en ellos o no.
Sigamos. En los objetivos de aplanar al lenguaje y con ello al pensamiento y con el pensamiento al ser humano, la sociedad capitalista ha convertido a la información en una mercancía más, el avance de la microelectrónica, la cibernética y la robótica, acorralan al lenguaje que, es la única propiedad que no podrá ser privatizada nunca, es el primer bien de nuestras apetencias, es el objeto que no es tal, es el sujeto que no se encadena, es la garantía de nuestra permanencia. Digo que ese acorralamiento procura hacer que el lenguaje no diga más al hombre ni a la mujer, no los acune, no los sostenga. Pretenden que los humanos nos contemplemos como siendo parte de un código formal, un mensaje fragmentado, una comunicación sin la presencia de los hablantes seres, tarea que no logran de manera absoluta pero en la que han habido algunos avances, el lenguaje computarizado, los signos que le son afines contribuyen a formar una idea falsa de lo que es la comunicación. La virtualización de cada rincón del planeta es un síntoma patológico de la separación que crece de alma a alma. Permítanme decir que el libro es más que comunicación con el otro, es a la vez comunicación conmigo mismo, es conocimiento de lo que soy en el despliegue del tiempo y de lo que soy en los fueros de la intimidad, es pluralidad de voces, socialismo en potencia. Es así cómo podemos encontrar la función del libro en una sociedad socialista dentro de la misma sociedad capitalista. Lo cual me hace afirmar que forma parte del derrumbe del capitalismo, es una pala más con la cuál el capitalismo cava su propia tumba. El bien colectivo, que es el lenguaje, debe ser protegido, bien tratado, el libro no es un objeto de lujo para grupos privilegiados, mucho menos la escritura, mucho menos la lectura. Cuando cada uno de nosotros, desde las posiciones que nos han tocado en la sociedad y en el trabajo, cobre conciencia de esta verdad, ya sabemos por cuál escritor, cuál lector, cuál libro, cuál sociedad vamos a elegir, por cuál de ellos debemos apostar y debemos optar. A este respecto sobran las palabras.
Pero para que lo antes dicho ocurra es preciso que el arte de trabajar con la palabra no se divorcie de las realidades fundamentales del hombre, que los habitantes de un país encuentren en sus poetas, ensayistas y narradores, no sólo los retratos de su sociedad, en los cuales de seguro encontraran sus propios gestos y actitudes, sino además el meollo existencial del hombre atemporal, ese desencuentro que lo funda, ese silencio enfermizo que le permite el habla, esa oscuridad intransitable que le desvía la mirada hacia la claridad. La literatura es una correspondencia recíproca entre un secreto escurridizo y una revelación ilusoria. Un accidente, un evento y la eternidad. Cada hoja escrita tiene su complemento en una vacía, el tiempo encontrado y fijado se deforma en un tiempo perdido y escurridizo. Todo lo que no es dicho permite el decir, lo revelado descansa en la imposibilidad de iluminar lo que sigue oscuro. La obsesión de captar la belleza está aunada a su permanente movimiento.
Un libro sería así una mercancía que en vez de crear a un sujeto aislado contribuiría a crear a un colectivo en cada ser; en vez de propinar una desgarradura en el cuerpo físico, imaginario y cognoscitivo del lector, es decir, en vez de crear una falta que sería la señal de la alienación, crearía una completud, una tierra psíquica, un pueblo en el alma, colmaría un hueco abierto por la ausencia mía dentro del otro y la del otro dentro de mí. El libro en la sociedad socialista también tiene que ser un espacio suprahistórico donde ordenamos nuestras palabras y con ellas nuestras vivencias, nuestras ocurrencias y celebramos la ocasión de compartirlos como hostias de lenguaje.