Texto: Domingo Alberto Rangel
A José Francisco Jiménez, quien acaba de fallecer en Valencia, le gustaba contemplar el cielo en las madrugadas de plenilunio. En cierta ocasión viniendo los dos de Valencia a Caracas, una prodigiosa madrugada de luna llena, estaba tan espléndido el cielo y tan impresionante el paisaje que acomodamos el carro al costado de la autopista para contemplar, con entera libertad, aquella maravilla. Hacia occidente, sobre los cerros de La Cabrera cerca de Maracay, la "verde luna" de García Lorca, despachaba su luz hacia todos los rincones del firmamento. Un cielo admirable respondía a aquella luna llenándola de ternura, en el otro extremo, hacia los lados de San Casimiro o San Sebastián, la serena Cruz del Sur se mostraba como la joya que necesita el pecho de la dama para ser perfecto.
Ahora José Francisco, tal vez el hombre más generoso que haya conocido en mí ya larga vida- pertenece a la muerte. No podrán asomarse sus ojos una y otra vez hacia el infinito a contemplar en alguna madrugada, en el cielo de los Valles de Aragua, la prodigiosa unión de luna llena y la Cruz del Sur. Tampoco podrán sus pies recorrer los alrededores o cercanías de Valencia en esas jornadas que comienzan gratas, pero que al elevarse el sol y al apretar el calor se vuelven pesadas y fastidiosas. Tenía proyectado escalar la Sierra Nevada de Mérida, yo acotaba en tono de broma, que uno de mis tíos había coronado esa meta hacía más de setenta años y que el hecho no tenía demasiados méritos.
El 4 de febrero nos acerca
Lo conocí gracias a las reservas que ambos tuvimos, sin previo acuerdo por supuesto, frente a la insurgencia del 4 de febrero. Él estuvo conectado con aquella conjura militar por nexos derivados de amistades con algunos oficiales que acompañaron el fallido golpe de entonces. En Valencia, al estallar la conspiración, José Francisco acudió al cuartel de los alzados, allí pidió a un capitán amigo y comprometido con lo que estaba sucediendo, las armas que le habían prometido. El militar se las negó y a pesar del trato muy cordial y comprensivo, no le aflojó ni siquiera una bayoneta.
Jamás un militar, le decía yo cuando me narraba episodios de aquella aventura, entregará armas a nadie. Es como pedirle al cirujano que ceda su bisturí o a un ingeniero su regla de cálculo. Hasta ahora, amigo mío, las armas se arrebatan a los militares por la fuerza.
Nuestra amistad, repito, nació como fruto de las reservas que tanto él como yo abrigamos frente al golpe del 4 de febrero, él las hizo inequívocas allá en Valencia, donde vivía y yo a través de la prensa. Yo fui un poco más lejos que él, sin que nuestras diferencias nos distanciaran en lo político o entibiaran nuestra relación en lo personal.
Un libro accidentado
Para su tesis de ascenso en el escalafón académico, escogió como tema mi supuesta figura de político, docente, escritor y periodista. Conocí a propósito de esa investigación su cálida simpatía, mientras él la documentaba, interrogándome durante horas en determinados días de la semana. Venía para ello armado de cámaras como las que llevan los corresponsales de guerra cuando van al campo de batalla, lo cual le valió el apodo de andarín, como se le llamaba a ciertos personajes, que en los días de mi infancia, recorrían la cordillera andina con bagajes similares. Duró un año aquella serie de entrevistas hechas por él, con estricta seriedad técnica. Fueron luego recogidas en un libro titulado "Domingo Alberto Rangel en la Vida Contemporánea", que la Editorial Mérida distribuyó por todo el país.
Es frágil la vida del hombre, la puede destruir un soplo imprevisto y amargo de la naturaleza. Esa vida, risueña y prometedora la apagó ese caballo de Atila, que hoy en las sociedades modernas es el cáncer. Hace tres meses, a mediados de noviembre, José Francisco Jiménez era un ser sano y alegre. Hoy descansa en la trágica quietud de la muerte.
Tuve un amigo excepcional
Es posible, reitero, que no haya conocido un ser humano más cordial, generoso y simpático. No cabía en él la maldad, tampoco la concebía. Era anarquista en la mejor acepción de ese vocablo. Como su tocayo Francisco de Asís, en el famoso poema de Rubén Darío, podría haber dicho: "hermanas estrellas, hermanos gusanos". Amaba el género humano como lo amaron Jesucristo y los idealistas de todos los tiempos. Le chocaba, por la mezquindad que implica, el patriotismo y veía como cosa superada y reaccionaria los nacionalismos con cualquier aditamento o envoltorio que adoptaran.
Con esas ideas no cabía, por supuesto, en la vida política real. Tenía o seguía teniendo amigos entre los militares del 4 de febrero que hoy forman la camarilla dominante en Venezuela, pero allí ya se le miraba con suspicacia.
Así, un mal día de noviembre pasado, le llegó la enfermedad que no perdona. Ahora, cuando febrero aún no ha agotado sus días, no está más entre nosotros. Jamás olvidaré su simpatía y al mismo tiempo su firmeza, ni tampoco su modestia que no empañaba ni sumergía a ese orgullo supremo que no abandona nunca a los verdaderos revolucionarios.
He perdido un amigo, con él se ha ido una parte entrañable de la vida.