En un humilde homenaje al poeta Ledo Ivo (Maceió, Brasil, 1924-Sevilla, 23 de diciembre de 2012), les ofrecemos nuestra traducción de este texto maravilloso tomado de su autobiografía "Confesiones de un Poeta".
Confesiones de un poeta
Ledo Ivo
I
El viento vagabundo
No estimo a los analistas, ni a los psicoanalistas ni a todos aquellos que, movidos por intenciones terapéuticas, se abalanzan sob...re los males de las almas, despojando a las criaturas de lo que ellas poseen en lo más secreto y substancial de su ser, que son sus neurosis y obsesiones, sueños y obstinaciones, reduciéndolos a piscinas vacías. Pero, aquella noche en Portland, Oregon, la conversación, en la acogedora casa extranjera, ennoblecida de observaciones y confidencias respecto a la variada naturaleza humana. Un viento proveniente de Alaska me olfateaba como un perro glacial. Entonces, conté a un especialista atento el sueño que me sigue, o persigue, desde la infancia.
Conté mi sueño con la salvedad de ignorar si naciera de la realidad o pasara de la ensoñación a la vida abierta. En ese sueño, que se repite bajo incontables variaciones, como un motivo conductor de una composición musical, soy un niño o un hombre en procura de algo que jamás será encontrado, una vez que despierto siempre en los alrededores del descubrimiento. Un episodio de la infancia, por cierto real, lo nutre: aquella noche en que, en una feria, me le extravié a mi padre y, en medio del llanto, viví minutos de aflicción, por cuanto a mi vuelta los carruseles corrían y las luces de la rueda gigante fulguraban entre lágrimas. El instante dramático se multiplica en la memoria adúltera que la guarda y reinventa. Pequeño, más de una vez me encuentro perdido en la fiesta ruidosa, entre rostros permutables que me miran fijamente o pasan sin prestarme atención. Estoy en un chorro, sobrevolando Nueva York, pero Nueva York no existe. Vago entre calles barrocas; contemplo palacios de vidrio que protegen los gestos infantiles de burócratas diáfanos; me acerco a dos navíos podridos en las lagunas natales, bajo la imprecación de gaviotas perturbadas por mi curiosidad; subo escaleras en espiral que me conducen a la torre truncada del farol que iluminó mi infancia. Pero cuando creo estar cerca de distinguir lo que busco —un lugar, una mujer, una concha, la metáfora que consagra la abolición de la muerte— mi mano levantada es la de alguien que despierta, en el gesto desconsolado de apartar una oscuridad prematura.
El Doctor en almas humanas acogió mi sueño y me sorprendió con su diagnóstico. Al contrario de eventuales pasantes, siempre inclinados a interpretarlo como un parto reiterado de la incertidumbre y la inseguridad, vio en él el obsesivo síntoma íntimo de una búsqueda.
Mi sueño significaba la lucha de un hombre en procura de su personalidad. A su entender, yo no era una criatura perdida o insegura, o extraviada del Padre Celestial (hipótesis de un amigo católico), y sí el ser que se busca a sí mismo. La sentencia exacta o falaz, esclarecía uno de los problemas que más me perturbaran, desde la adolescencia hasta la madurez: el de mis límites.
Al llegar a Recife, para las primeras aventuras literarias, lo que más me impresionó fue la limpidez de las señales estéticas de un principiante que habría de ser uno de los más grandes poetas de nuestra lengua. Joao Cabral de Melo Neto comenzaba y terminaba nítidamente. Todo, en él, ostentaba la exactitud de un cuchillo. Con certeza en el cuchillo sólo la lámina de su lucidez contundente tenía el brillo de una locura mallarmeliana, que lo obligó, cierta fecha, a un aislamiento en el que contemplaba “jardines enfurecidos”. (Es sorprendente, también, que sus incontables críticos y exégetas no se hayan detenido, todavía, delante de esa arista visionaria de poeta que celebró “la servidumbre de las ideas fijas”, prefiriendo navegar sólo una de sus dos aguas). Mas regresemos un momento de aquel primer encuentro de dos jóvenes poetas que, precisamente porque eran diferentes y antagónicos, con sus estéticas que se repelían y se desencontraban, podían caminar juntos. En cuanto Joao Cabral mantenía sus alucinaciones bajo el control de un albo sol de aspirina, automedicándose al punto, y conocía la extensión de sus tesoros, produciendo poemas como el molino produce agua, yo era todo incertidumbre y torbellino, abundancia y desperdicio, secuestrado por una turbulencia de mí mismo desprovista de flechas y contornos.
Yo temía que mis dones eventuales me extraviasen. A mi rueda, no eran pocos los que me etiquetaban de esparcido y veían con mal ojo mi futuro poético. Era necesario contestar el canto matinal, vigilar al importuno visitante nativo, represando las aguas tumultuosas de la vocación y convirtiendo el torrente en el andén —o lo mismo, ¿quién sabe?— de una estación central.
Hoy, acostumbro preguntarme si lo conseguí, ya que los críticos más juiciosos, semejantes a los exploradores que se conforman con la punta del iceberg, aman aludir en mí el virtuosismo y la pericia formal. Y me pregunto si esa proeza —tal vez guiada menos por la voluntad sedienta de la afirmación de que por el instinto creador que, a lo largo de la vida, va mutando de lo abstracto a lo concreto— no tendrá erradicada algunos segmentos valiosos o, estancando fuentes vivas, impuso silencio a una alta verdad que sólo podría ser dicha a través del abuso o del exceso. Pienso, a veces, que en la flor invisible seguro faltan algunos pétalos, que yo no supe proteger de la intemperie. Tengo pesares de lo que no fui, de lo que dejé de ser.
Mi ambición, en la mañana de los primeros versos tuertos y de la prosa balbuceante, era crear un recipiente formal que me contuviese por entero, en una melodía durable. Yo era el llamado a establecer el espacio de mi entereza sin el sacrificio de las máscaras deseosas de exhibirse, de todos los yoes que se suceden con sus imprecisiones prestigiosas y metafísicas engendradas por la brisa, de todas las letras del amor y de la alegría.
¿Habré cumplido mi promesa? Es lo que pregunto a las estatuas de la noche, al viento vagabundo y las colinas, a los emblemas del día, a la vaga transgresora que desafía el desorden bellísimo del mar.
En vez de calmarme, con sus preguntas, me tupió de interrogantes. Así, no pertenezco al linaje de los que tienen respuesta para sus semejantes. Antes bien, soy de la familia espiritual de los que sólo tienen preguntas y, con su constelación de incertidumbres íntimas, sólo saben indagar y sembrar dudas.
En la fiesta bullente de las letras y la vida, soy de nuevo el niño perdido y reencontrado que se busca a sí mismo entre rostros indiferentes, cierto que sólo esa búsqueda tendrá el poder de transformarlo en lenguaje.