GRAFITIS
Yuri Valecillo, texto e imágenes
INTROITO
La primera vez que escuché de grafitis o “pintas” como le decían en Venezuela hasta bien entrada la década de los 80's, fue en mi casa, con un cuento que más que eso era la pequeña historia de una tragedia.
Corría la década del 60, mi mamá era entonces apoyo o retaguardia del Partido Comunista y mi papá era un militante conocido y vicepresidente de la Central Unida de Trabajadores de Venezuela Seccional Carabobo (CUTEC), o sea, de mi Estado.
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En mi casa, mi papá que era un hombre del aparato militar del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y mi mamá, retaguardia o apoyo permanente de los ñángaras o comunistas -gente de izquierda que ilegalizados y perseguidos se fueron a la montaña mientras otros se quedaban en el combate urbano-, hacían o fabricaban en casa unos lápices o lapizotes como les llamaban en esos años, de manera artesanal en una olla grande con parafina, kerosén, negro humo (pigmento para pintar muebles), semillas de aguacate finamente molidas y secadas luego al sol y bastante azufre; todo lo cual tomaba forma después de ser derretido y homogenizado, luego se enfriaba en un tubo de papel higiénico. Pues bien, a principios de los años 60's cuando egresaba la primera promoción de abogados de la Universidad de mi Estado, un muchacho debía buscar esos “lapizotes” para hacer gritar la ciudad, como decía papá, o sea, pintar y pintar, esta vez por la libertad de los presos políticos y militares nacionalistas detenidos. Jiménez Beiza, otro joven que también estaba en el acto de promoción de abogados, debía llegar a mi casa, a El Palotal, un barrio obrero de Valencia, en Venezuela. Un juego de beisbol se iniciaba en la calle, como a las cuatro de la tarde, al punto se detuvo frente a mi hogar un pequeño VW Sedán y bajan de éste un par de muchachos, en busca de los instrumentos “de terror visual y gráfico”. Ya se marchaban cuando suenan tres disparos: un agente de la temible Digepol, el viejo Hernández, en medio de la calle acciona su arma tres veces a unos 20 metros de distancia de los muchachos; los disparos impactan a Humberto Méndez Figueredo y hieren levemente a Jiménez Beiza. Un acto reflejo hace que Humberto pise el acelerador y el auto estando en reversa va a caer a un antiguo canal de riego, hoy avenida Enrique Tejera. Mi mamá escucha las detonaciones y se da cuenta de lo ocurrido. Su amigo, camarada y gran amigo de mi casa, estaba muerto. Se acercó al acompañante Jiménez Beiza, que estaba inconsciente, producto del impacto, para decirle “véte de aquí, yo limpio todo”. La vieja Carmen recoge entonces lapizotes y más lapizotes, y con una frialdad inaudita los volvió a fundir y enceró el piso de toda la casa, así el enemigo no tendría prueba alguna, no quedaría evidencia. Mi papá y mi mamá siguieron haciendo del peligro político su vida, mientras mis hermanos y yo, con algo más de 10 años de edad, debíamos colocar en las plazas de mi pueblo o ciudad “una panfletaria” o paquetes de volantes atados a una pequeña carga de pólvora que al estallar lanzaba los volantes al espacio cercano, algunos en la Plaza Santa Rosa, otros en Plaza Sucre, o en el cementerio, para que el enemigo dispersara sus fuerzas y le dieran suspiro a los guerrilleros de Falcón y de Oriente. En tanto, mi papá y algunos hombres y mujeres del MIR y el PCV hacían gritar en la ciudad “vivan las FALN".
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Años después, recién entrados los 70's, se funda el MAS y en un local que mi papá regaló a ese partido por 20 años, se diseñaba y se enseñaba agitación y propaganda. Jacobo Borges, Pedro Léon Zapata, Luis Luksik, Jacobo Rogeles dictaban esos cursos. A algunos nos gustaban mucho y junto con estas clases asistíamos a talleres del grupo “un paso al frente”, cuya cátedra de pintura la dirigía Quintín Hernández y en la Escuela de Bellas Artes las clases las recibíamos de Rubén Colombo. La red de los que habían participado en lo de los “lapizotes” y las panfletarias era más extensa de lo que yo imaginaba. También participaban Freddy Ordaz y Freddy Armas, poetas como Luis Alberto Angulo, entre cientos de jóvenes valientes e ilustrados que hacían “gritar la ciudad”. Mi pequeña y quizás minúscula historia debe ser igual a la de muchísimos habitantes de este continente. Mi inicio y mis primeras oídas de lo que es un grafiti. Mi historia quizás no es la más creativa, ni la más temeraria, pero creo que es un inicio de lo que representa “una pinta”, un esténcil, un grafiti en la pared de cualquier ciudad. Es siempre un acto de rebeldía, de inconformidad, de asumir el riesgo, la imagen y la adrenalina como coctel permanente. Pintan las paredes jóvenes sin paga, a contracorriente de un mundo neoliberal donde a todo se le trata de imponer un precio, asumiendo el riesgo sin la fórmula del debe y el haber. Sólo queda un saldo que impacta, que se hace público y que se apropia por instantes de nuestra atención, tensión y mirada y pone algo más de emoción en un camino, una calle, una pared que antes estuvo vacía, llena de silencios.
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Los grafitis hacen gritar las paredes, debemos escucharlos, ya las pintas del pasado con su carga de rebeldía revolucionaria evolucionaron como del fax al correo electrónico, ya no son dos tonos que contrastan fondo y línea, van más allá, los grafiteros en Valencia (la de Venezuela) o México, trasladan su ingenio a nuevos códigos y aunque la imagen es impactante, ya no es la simple lectura del ABC político, ya no es el “vivan las FALN”. La construcción, esta vez gráfica, no termina con el punto final, como tampoco conserva reglas de ortografía o puntuación, no es un mensaje exacto pero tampoco relativo.
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Es ante todo, la creación de nuevos códigos y nuevas formas de organización, más vitales, más placenteras, más libres. Los grupos, colectivos o individuos que estructuran, organizan, proponen, realizan o imponen en una pared antes desnuda, abandonada, autista, sorda u opaca, establecen una relación que se organiza, crea y conforma grupos que son efímeros en actividad, pero no perecederos en cuanto a la discusión para desarrollar una propuesta que transformará esa pared antes desvestida en un muro que propone, inspira, critica, impacta u ofende. Los grafitis, grafos, pintas son unos actos de creación que tratan de impactar y la mayor parte de las veces lo logran, pero aunque son vistos por un gran público que está obligado a verlos, sus creadores son cuasi clandestinos y esconden para la gran mayoría sus identidades, seudónimos, nombres de batalla o apodos que son utilizados y sólo son conocidos por los iniciados, en esta propuesta que aparece y desaparece de una calle, avenida, boulevard o casa. Aunque algunos grupos empresariales proveen y aportan aerosoles, “herramienta fundamental”, e intentan captar o encerrar al grafiti en el discurso dominante, discurso que puede ir desde un mundial de fútbol o un campeonato electoral, o una elección de fútbol o un mundial electoral, siempre la creatividad y la adrenalina hacen de las suyas, colocan, pintan y dibujan símbolos y signos que violan la censura impuesta por los dueños del dinero y un discurso radical aparece como fantasma. En México, Venezuela o cualquier país de nuestro continente rebelde, el grafiti sigue haciendo de las suyas, contestando cuando no hay preguntas, llenando de gritos gráficos el silencio de lo unicolor. Los grafiteros tienen sus campos de práctica sin límites, en una batalla que trata de darle ilusión a la mirada, por el momento son grupos insobornables, con un modelo de ética insolente ante el agravio de lo cotidiano. Los grafitis aparecen en las calles, avenidas, autopistas, veredas y caminos, las ciudades están tomadas por un nuevo lenguaje nada subterráneo, que está allí frente a nosotros impactando nuestra vida y nuestro andar.