ISRAEL CENTENO O DEL CERRO EL ÁVILA COMO TABERNÁCULO URBANO.
José Carlos De NóbregaIlustración de Cristóbal Ruiz titulada "Realidad platónica".
A Efrén Barazarte, extraviado en “Las sombras de lo verde”, así como en “La bienvenida de lo claro”. Este es un ensayo publicado en mi más reciente libro "Salmos Compulsivos" (2011) editado por Ediciones Protagoni, c.a.. Para cualquier lector interesado en dicho volumen ensayístico, pueden contactarme a través de c_denobrega@hotmail.com para sus pedidos. Se les agradecerá su colaboración financiera infinitamente.En Criaturas de la Noche (2000), Israel Centeno asume el cerro El Ávila como centro temático, espacial y atmosférico desde donde se configura una visión terrorista, paródica y poética de la ciudad de Caracas. Orlando Chirinos (2002) destaca la calidad intertextual sostenida a lo largo de los cuatro cuentos que integran el libro, justificándola de guisa afortunada:
Es “la atmósfera, que se hace placenta nutricia para suministrar un tono homogéneo a las narraciones (con las especificidades propias de cada una) y por el territorio-madre al que retornan los hechos continuamente y en el que la trama alcanza en cada caso su clímax: el Ávila, el cerro tutelar capitalino y sus inmediaciones” (p. 2).
No es de extrañar que la portada del libro sea reproducción del óleo sobre tela del pintor venezolano Manuel Cabré, titulado El Ávila desde Blandín (1937). El artista plástico ha asentado en la memoria iconográfica de los venezolanos el cerro El Ávila, abordado desde diversos puntos y perspectivas de la ciudad. Lo notable, además de la febril ansia paisajística, radica en su particularidad: El cerro es protagonista manteniéndose al fondo de la composición, lo cual supone audacia en la manipulación relativa del espacio en la aparente precariedad del soporte. Los detalles de su relieve alcanzan connotaciones hiperrealistas. Su presencia sobre la urbe es inevitable, acechante si se quiere. Rafael Autran, inmerso en su exilio, confiesa que “miro al Ávila y me quedo sumido en sus colinas violeta pensando en los cuadros de Cabré” (Israel Centeno, 2000, p. 19). Asimismo, Centeno nos lo ratifica en tanto tabernáculo en el que se sacrificarán víctimas propiciatorias, holocaustos que procuren redimir el averno caraqueño. El cordero se tiende en Los Platos del Diablo, amenizado el Aquelarre por el aullido y el crujir de dientes de perros y lobos amarillos revolcándose en la saliva, el pus y la sangre. Menos sorprendente aún, es la mezcla o yuxtaposición de la Caracas real, cruda y finisecular con el discurso fantástico que hace inmediata la voz de José Antonio Ramos Sucre, extemporánea como siempre, barroca y sobreadjetivada, preñada de fantasmagorías y escaleras en espiral que se sumergen en los sepulcros ennegrecidos de la palabra. La pertinencia de los epígrafes no descansa en un estéril ejercicio intelectual, sino en la inoculación de la atmósfera poética y fantástica en todos y cada uno de los relatos del volumen.
En el cuento que da título al libro, el discurso policial fundido en el Diario hermético de Rafael Autran, se extravía en la resolución de la misteriosa desaparición de los cuatro excursionistas druídicos en los pliegues verdes y ocres de El Ávila. El inspector Taborda se resiste inútilmente al curso fantástico de los hechos: se va empapando de la locura de Rafael Autran y sus acólitos, el proceso licantrópico se va enseñoreando de sus miembros engarrotados, de su unidimensional sagacidad mental, de su espíritu. La transformación en lobo sugiere un éxtasis místico, liberador, inefable, tal como lo describe San Juan de la Cruz en el Cántico Espiritual, si lo permite el balbuceo y la brillantez del discurso poético. El ascenso que conduce el alma a la embriaguez del amor místico, sólo es posible en el desajuste o desacoplamiento espacio-temporal: “Escucho, es el sonido del mundo, chifla cortante, susurra en la inmensidad, es el ulular del cosmos, el río de los elementos inasibles del universo, el ruido que fluye de la creación; de fondo, sorda, insiste la ciudad, terrena, infernal” (p. 41).
En El dios de Livia, ¿segundo cuento o episodio?, se percibe un remedo del estilo borgiano. El narrador protagonista asume la pérdida de su alma en el saber; la fuente intelectual y cosmopolita es la manifestación notoria de la misantropía del notable personaje. Hallado culpable de una serie de asesinatos rituales que no excluyen la brutalidad apuntalada en el estar más allá del bien y del mal, sufre la condena del exilio que lo mueve de Florencia, la casa de Saboya, a la quietud embustera de la Caracas de finales del siglo XIX. Adquirida la hacienda “en el abra de Caurimare”, nos confiesa sin tapujos su aclimatación al ámbito tropical: “Devasté los cafetos y quemé la tierra, la sembré de tubérculos y cebollas, corrompí a las autoridades para obtener el permiso a la quema sistemática, nada debía remitirme a una condición paradisíaca” (p. 47). El forzado exilio constituye entonces la contraparte del Paraíso Perdido, la abyección muta en una plegaria inversa a la deidad pagana de Livia, mujer del emperador Augusto.
El tercer relato, La casa, como bien lo manifestara el autor, se fundamenta en el tema del Doble. La atmósfera está signada, como en el resto del conjunto, por una Caracas nocturna alumbrada por el claro de luna que se despedaza contra El Ávila. El juego de múltiples espejos, impregna el paisaje y los personajes horadándolos con un polvillo de vidrios multicolores a la manera de las fachadas de los edificios construidos por albañiles italianos, no sólo en Caracas, sino también en otras ciudades como Valencia, Maracay y Barquisimeto. Se funden los testimonios del narrador y del alienado Luciano, empatía que traspasa la relación de amistad entre ambos. El confesor y el libro que es Luciano son víctimas de los efectos de la transferencia y la contratransferencia abordadas por la literatura psicoanalítica: al igual que Taborda y Rafael Autran, parecieran ser uno en la diversidad de cada quien. El discurso del enfermo convaleciente en el Psiquiátrico seduce al amigo que lo visita. Luciano fue envuelto por la belleza púber y disoluta de Claudia y su reflejo fantasmal en Hortensia; en una jornada orgiástica, el hombre fue devorado por las hambrientas ansias eróticas de las dos brujas, sobando sus vaginas contra el falo encebado, desdibujándose la realidad exterior en lo ilusorio como en muchos de los magníficos cuentos de Adolfo Bioy Casares.
Knoche, texto que cierra el libro, es una excelente recreación de la anécdota del científico alemán que practicaba la momificación aplicando las técnicas pretéritas del Egipto antiguo en su hogar de Galipán, a principios del siglo XX. Alfonzo y Alberto son absorbidos por el Conde Lepic, Nosferatu británico que se adueñará de sus posesiones en El Ávila (lo cual incluye el centro de momificación). Los Diarios de Alfonzo y Guillermina, convergentes en el amor y la añoranza, amén de las escandalosas noticias del periódico amarillista Miami Observator, simulan ser un libreto macabro del programa radial “Nuestro Insólito Universo” de Rafael Silva, narrado por el insoslayable don Porfirio Torres. Como se sugirió antes, la referencia cinematográfica es obvia: las versiones muda y sonora de Nosferatu realizadas respectivamente por los alemanes Murnau y Herzog, en épocas disímiles. No falta la orgía húmeda de semen, flujos vaginales y sangre característica de los relatos de vampiros de Bram Stoker y Ann Rice.
Es Caracas transfigurada por el discurso fantástico que nos propone una revisita poética, un fervoroso reencuentro pletórico de imágenes ígneas y metáforas maravilladas.