ANDRÉS MARIÑO PALACIO Y SALVADOR GARMENDIA: DOS VOCES DE LA DIÁSPORA.
José Carlos De Nóbrega
Ilustración de Yilly Arana
A Slavko Zupcic y a Pedro Téllez, escrutadores de almas esquivas.
He aquí una aguda percepción del cuento como género literario en el indudable y flexible marco de la transdisciplina: “El cuento –cuando se quiere ser realmente cuentista-, hay que entenderlo poéticamente, rendirle culto, inclinarse ante su forma apretada y densa, donde la vida parece terminar siempre y no termina nunca” (Mariño Palacio, 1967, p. 73). Máxime cuando proviene de una voz de la diáspora, la del escritor maracucho Andrés Mariño Palacio (1927-1965). Fuera de la connotación judía del término, nos referimos a la trashumancia en el exilio que va de la provincia a la metrópoli que se estaba edificando (¿deconstruyendo?) en el valle de Caracas. Por supuesto, de ello hay un notable número de testimonios desde el ámbito de la literatura venezolana. En el caso que nos ocupa, Mariño Palacio siguió la ruta Maracaibo-Valencia-Caracas, al punto que su inclusión en una antología del cuento carabobeño, Manual para una Cabra (1994) a cargo de Slavko Zupcic, sorprendió al ensayista Miguel Ángel Campos. La obra cuentística de Mariño Palacio, recogida en el volumen titulado El Límite del Hastío (1946), merece una cuidadosa revisita dadas sus fortalezas, flaquezas y, sobre todo, su ubicación en un momento de transición experimentado por nuestra narrativa en pos de la contemporaneidad. Se trata de la depuración del discurso enclavado en el ámbito y la atmósfera de lo urbano, en el destierro del criollismo que hasta entonces se había enseñoreado de la narrativa venezolana.
Si consideramos tres de sus cuentos –Cuatro rostros en un espejo; Este turbio amor...y Abigaíl Pulgar, seleccionados por José Fabbiani Ruiz para su Antología Personal del Cuento Venezolano-, en una primera y leve mirada se verifica su división en cuatro o cinco breves partes o capítulos, como si siguiese el ars poética de Horacio Quiroga: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. Sólo que la anécdota no prevalece en el texto como pretexto fútil de originalidad, pues importa muchísimo más el logro de una atmósfera pesada, pesimista, inmersa y cargada de hastío. Se vale, por ejemplo, del oxímoron en la consideración de las contradicciones internas que embargan a los personajes, amén de la conciliación de los contrarios en un juego especular que los desfigura y ennoblece en su paradójica belleza. “Así, el marido de mi hermana, habla siempre de mi habilidad pictórica, cuando yo les hago una visita. (En el fondo sólo desea comparar nuestras bellezas: ¡su hermosa belleza y mi bella fealdad!)” ( Mariño Palacio en Fabbiani Ruiz, 1977, p. 122), nos confiesa el narrador protagonista de Cuatro rostros en un espejo, plasmando en el amargo soporte del lienzo su resentimiento y su represión erótica que raya incluso en el incesto y el vouyerismo. Fabbiani Ruiz (1977) declara sobre la cuentística de Mariño Palacio: “Sus cuentos, hechos a base de estampas (así empezamos nosotros y muchos de los de nuestra generación), con sus aciertos y las vacilaciones propias de toda obra incipiente, nos autorizan para ver en él el embrión de prometedores frutos” (p. 120). Claro, estas líneas habían sido escritas antes de que la locura y la muerte truncaran la obra de Mariño Palacio. El discurso narrativo asume una calidad plástica en la captación y el dibujo de las atmósferas soporíferas, semejante quizá al tratamiento postimpresionista de la luz en la pintura de Armando Reverón. La ciudad se ve impregnada de una luminosidad plomiza y húmeda, envuelta en la mantilla que arropa al feto impactado por el ultrasonido que se estampa en una ecografía. Se tiende como sucia arenilla que rasguña la piel sudorosa de los ciudadanos en el bullir de la escindida colmena urbana. “Dentro de la casa pesa como una tonelada de plomo el mediodía. Una ola de calor se mece en los cuartos y alrededor de las camas” (Mariño Palacio en Miguel Ángel Campos, 1993, p. 53), tal es el inicio del cuento El camarada del atardecer, el cual se explaya en la soledad de Natalia acentuada en el transcurso de una sofocante y mustia tarde. Ella contempla su cuerpo en el acto onanístico de palparse, desvestirse y bañarse embebida de soledad: “El atardecer ha muerto. Natalia sale del baño. Su cuerpo está cansado, como si hubiera recibido multitud de caricias” (p. 64). Es sin duda un instante audaz en nuestra narrativa: no hay empacho en tratar el tema erótico desde la insania, la mirada desviada y morbosa detrás de la persiana americana, desdiciendo la edulcorante e idílica recreación romántica.
En Este turbio amor, se filtra una peculiar atmósfera terrorista macerada en un oscuro sentido del humor. Remedando a Edgar Allan Poe, Mariño Palacio nos muestra a un Claudio que hace patente sus celos enfermizos, al descubrir en el gato de su amante la mirada cínica y burlona de su confeso rival, Abigaíl Pulgar. Es entonces el hombre convertido en animal, a la manera de la licantropía, de los seres humanos mutados en lobos. El texto destila un pesimismo empantanado en la ridiculez y en la resignación de Claudio besando de lengua a Irma, siendo el gato el convidado de piedra. La misoginia del personaje se hace presente ante la inminencia del adminículo cornúpeta en su deforme cráneo:
“Es sumamente extraño, pero las mujeres quieren más a los animales que a los hombres. Por eso es que cuando son madres, se extasían acariciando y cubriendo de besos a las bestezuelas rojas y de rostro momificado que les succionan las ubres” (Mariño Palacio en Fabbiani Ruiz, 1977, p. 126).
El cierre del cuento lo diferencia de Poe: ni el ronroneo ni el maullido del animalillo estarán emparedados en la inhóspita casa, atribulando a Claudio.
Abigaíl Pulgar es un cuento de extraordinaria y terrorífica textura. De factura sinestésica y harto sensual, decanta la yuxtaposición de diversas perversiones psíquicas y espirituales: el resentimiento, la antropofagia, la represión sexual efervescente y su sublimación en el eros gástrico, amén de la paidofilia. La descripción del personaje protagonista excede en la caricatura y la parodia: su desgarbada y alargada figura, de piernas estiradas como en un potro de los tormentos, sugiere el referente plástico de El Greco y los Caprichos de Goya. Nos recuerda los duros y satíricos trazos de El Hombre de Hierro de Rufino Blanco Fombona. Abigaíl no posee un rostro, más bien una sucesión de máscaras que lo amparan de un entorno cruel y envilecedor. Tijeras en mano buscando amputar su manjar –lóbulos, tetas, nalguitas-, cae muerto de delicia en la compulsión de los miembros: “con una sonrisa demoníaca entre los labios, y un gesto de placer como si hubiera terminado de comerse unas ostras y gimiera convulsivamente: ¡delicioso!, ¡delicioso!” (p. 134).
Si antes hablábamos de la pertinencia de la relectura y reconsideración de la obra narrativa de Andrés Mariño Palacio, es menester su realización más allá del entusiasmo de sus contemporáneos –la generación de Contrapunto- y de la indiferencia de la mayoría de los lectores y los críticos literarios de hoy. La reivindicación, entonces, será posible si reconocemos en él un puente que condujo la narrativa venezolana a la contemporaneidad. Ya nos lo advierte Orlando Araujo (1988):
“Como él mismo dijo, en materia de arte ‘a unos les toca ser precursores y a otros realizadores’. Con su trabajo novelístico (y cuentístico, el paréntesis es nuestro), él quedará como precursor, por su actitud, por la violencia creadora de su cultura y por la audacia con que asume su destino frustrado de renovador”. (p. 341).
Por otra parte, Salvador Garmendia es otra de las voces de la diáspora que ha consolidado un espacio relevante en la narrativa contemporánea venezolana. Siguiendo a Mariño Palacio, en este caso hemos topado con un realizador o hacedor en el estricto sentido del término. El Inquieto Anacobero (1976) es un libro de cuentos que destaca su afán por aprehender la ciudad, esta vez a partir del rescate de la oralidad de sus habitantes. La voz narrativa se desliza mimetizándose en el diálogo de los personajes que recrean desde la barra del bar, el ámbito festivo del prostíbulo o la sala velatoria de la funeraria, el laberinto de concreto, polución y asfalto que es la ciudad de Caracas. Vista y vivificada por el agudo ojo de un provinciano proveniente de Barquisimeto. En el atinado Prólogo de Enmiendas y Atropellos de Garmendia (1979), antología de cuentos que involucra cuatro títulos, Oscar Rodríguez Ortiz comenta:
“(...) cada aparente repetición, todo regreso al mundo a media luz de la Caracas cabaretera, marginal y enferma, a la infancia y a la provincia llena de prodigios, no hace sino colocar una pieza más en el engranaje que tiene como punto de partida una convicción: la realidad es una ‘desacordada composición’ y la mente humana –recrea, inventa, olvida- es una maravillosa máquina mezcladora” (p. 9).
Si bien Los Pequeños Seres (1959, Ediciones del Grupo Sardio) constituye la novela urbana venezolana por excelencia, la cual nos toca aún por la mirada lánguida y la atmósfera minimalista de la ciudad que aturde, extravía y maravilla a Mateo Martán, El Inquieto Anacobero es una celebración dionisíaca del ámbito caraqueño en su oropel y decadencia. Puede afirmarse que este libro reivindica la épica desmitologizada del “hombre esquizoide” del siglo XX. Los personajes, apelando a la hipérbole y al ejercicio amarillista de las medias verdades, relatan sus encuentros con la tragedia y el azar, amén de sus hazañas etílicas y eróticas. A lo largo del libro, se configura un mapa geográfico y toponímico de la Caracas nocturna y guapachosa: Roof Garden, los vermouth del Pasapoga, El Trocadero, El Tíbiri Táraba, Mi Cabaña, El Teatro Caracas y el Coney Island, entre tantas locaciones ya desaparecidas del desmadre caraqueño.
Del volumen es destacable el cuento homónimo, homenaje a uno de los más grandes cantantes de la música tropical de todos los tiempos: Daniel Santos, figura y motivo lírico y popular con el cual se identifica la bohemia latinoamericana. Gracias al Inquieto Anacobero, el hombre de a pie se reconoce en el severo y locuaz rostro de su machismo, impregnado de fluidos vaginales, cocaína y alcohol. El relato es una recreación afortunada de Don Daniel quien nos habla ahora de sí mismo:
“Soy un nacionalista convencido y consumado. Nacionalista y patriota latinoamericano que siente aún, en esta cabeza plateada, el suave vaivén de mis palmeras tropicales y un gustico a ron en la garganta, unas arenas tibias por el sol y un azul intenso de donde surge, casi como un milagro, una hembra de cualquiera de estas aguas y estas tierras” (Mujica y Santos, 1982, p. 119).
El género cuentístico le da un espaldarazo a la crónica de costumbres de los cincuenta y sesenta, a las páginas de sucesos, a las notas cronológicas, al chisme y a la infidencia. La tonalidad es áspera, de un humor negro que se carga de escatología, coprolalia y tragicomedia; asaeteando con su karare a politicastros, militares cornudos y burócratas indolentes, sin los cuales la ciudad jamás podría deconstruirse en el detritus, la estridencia y el caos. El corpus desprende las limaduras de una Caracas que se desgasta, arma y rearma recogiendo y esparciendo sus despojos: “Los surtidores son chatarra, la caseta saqueada y un Ford sin amo que se ha ido pudriendo ahí desde hace años. Es todo lo que queda” (Garmendia, 1976, p. 59). Pareciera un tratado sobre la estética de la fealdad o, mejor aún, la representación literaria de las instalaciones del Arte Pobre de Claudio Perna. Otra muestra de ello, son cuentos como Baby Blue, ¿Sabes? Yo no creo que se muera tanto como uno piensa y La mala bebida. Textos que magnifican el acecho travieso y lúdico de la muerte y la azarosa tragedia que es la vida. La ciudad va dejando en su devenir cadáveres acuchillados y tiroteados, bolsas de basura con las barrigas abiertas a dentelladas por los perros y sus vikingos, “aves envueltas en papel celofán” (valga la alusión a la canción elegíaca de la Orquesta Mondragón como responso por las ciudades occidentales).
Maracay, abril de 2005.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
Araujo, Orlando (1988). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores.
Campos, Miguel Ángel (1993). Andrés Mariño Palacio y el grupo Contrapunto. Maracaibo: Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia.
Fabbiani Ruiz, José (1977). Antología Personal del Cuento Venezolano. Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V..
Garmendia, Salvador (1976). El Inquieto Anacobero y otros cuentos. Caracas: Librería Suma.
Garmendia, Salvador (1979). Enmiendas y Atropellos. Caracas: Monte Ávila Editores.
Mariño Palacio, Andrés (1967). Ensayos. Caracas: Inciba.
Mujica, Héctor y Santos, Daniel (1982). El Inquieto Anacobero. Confesiones de Daniel Santos a Héctor Mujica. Caracas: Cejota.