Thursday, March 25, 2010

3 POEMAS DE LEONARDO ALEZONES


3 Poemas de Leonardo Alezones

La muerte antes del invierno

Las amarras y los pájaros siempre atentos al tiempo de sequía
Nuestro lento pasaje por el deambular de esta tierra
Son ellos (ellos y nosotros)
Volamos en pensamiento acariciando un astro
Errando entre el fuego con el ala dispersa
De una caída que hirió el pecho de Dios
Detén tu paseo detente en cada pequeña capilla del camino
A orar por los ausentes y velar que sueñen
Desde esa existencia de aves
Para hacer agravio de su senil alarido en el viento
Madre en mi camino te sueño tacto de axila y claroscuro
Mas los pájaros si acaso déjalos también soñar
En cuanto ofrezca el cuerpo y la saliva tumorada
A la vista de otro árbol que nos recuerde a ti durante el embarazo
No hay ombligos ni limbos capaces de desanudar el polvo
No hay caricias ni higos en dulce ni trigo sembrado por la abuela
Serás madre de esta sequía en mi edad primigenia
Y del genio que vendrá a abolir su cadena
Sólo quedará el mismo pájaro gorjeando sobre las cruces
Las zabilas y las flores ofrecidas para los cuerpos de los dolientes
Toda una descendencia las ha tirado al pie de la carretera
Haciéndonos mirar la muerte antes del invierno

Las piedras

Mis piedras nunca fueron cinceladas
Tampoco las que yacen tranquilas arrulladas por el río
Mucho menos blandas
Ya las de los otros poetas se deshicieron
Para ser preciso se trata de una piedra de lavar
Hecha a silencios de uso
Adonde vienen los pájaros a tomar descanso
Mi piedra y yo hemos sido modelados por golpes
Con caídas que hacen más hondas las fecundidades del alma
Toda la lavanda no ha podido ahogarnos
Ni poner blancura al pensamiento del amor
Y te bendigo cuando sientas a la muerte
Ahuyentándola con tan sólo su recuerdo

Tarot

Dicen que con el tiempo
Te conviertes en lo que haces
Y no quiero ser un poema
Para estar cargado de nostalgias
Ni mucho menos
Seguir lleno de paisajes
Debiendo recorrer todos los que hice míos
Durante la eternidad
Prefiero ser una carta de tarot
Anunciar al niño el camino hasta el erotismo
Oculta bajo la manga del brujo
Colorida cuan la muerte de ese pájaro
Más tropical que lo que talaron en mi semblante

Leonardo Alezones (Valencia, estado Carabobo, 1983). Poeta y artista plástico. Estudiante de la Facultad de Ciencias de la Educación. Su trabajo aparece en la muestra poética "El Corazón de Venezuela: Patria y Poesía" (2008, PDVSA; 2009, Ediciones de la Presidencia de la República). La Fundación Editorial El Perro y la Rana publicó en el año 2008 su primer poemario titulado Arcada.

Tuesday, March 23, 2010

PALAMEDES Y CANAIMA. RICHARD MONTENEGRO


Palamedes y Canaima

Richard Montenegro

Es muy curioso que uno de los héroes más inteligentes del historial griego prácticamente haya sido desterrado del canon mitológico y que fuera obviado olímpicamente por Homero que prefirió al poco íntegro Odiseo como protagonista de la megaproducción que seguiría a La Ilíada. Palamedes significa “hábil con las manos” y por los pocos datos que tenemos, este muchacho sí que lo era. Tanto así que sin este personaje el muy posterior Faro de Alejandría no hubiese existido. Pero su inventiva no se llegaba hasta aquí, creó la balanza, el disco (no el de vinilo por supuesto) y comparte con el fenicio Cadmo la cocreación de la escritura. Los antiguos helenos le atribuyeron la invención del ajedrez cosa que un indio podría objetar, quizás él sólo lo vio en algún baratillo que visitó en algunos de sus viajes y lo llevó en su alforja al mundo griego.


Palamedes representa el surgir del pensamiento creativo y racional que desembocaría en ese maravilloso siglo de Pericles. Mientras que Odiseo, ese cegador de cíclopes y destructor de ciudades, es el resabio de las fuerzas del pasado, ingeniosas pero bárbaras. Palamedes es el cosmos naciente mientras que Odiseo era el caos reinante, la naturaleza desbocada e informe.


El ajedrez es un juego que se escenifica sobre un tablero cuadriculado donde los contrincantes solo cuentan con su habilidad mental para el triunfo. Tan sólo son 64 escaques pero las combinaciones son prácticamente infinitas. Todo está a la vista y regido por reglas estrictas, lo único que puedes ocultar son tus pensamientos. Todo lo contrario a la forma de actuar de los compañeros de Palamedes y de la persona que con mentiras provocó su muerte: Odiseo. Mucho tiempo después Hipodamo de Mileto trasladó el trazado del trebejo al Pireo en Atenas y así surgió una manera de contraponerse a la informalidad rural y darle un nuevo orden a la vida de los hombres. Y Palamedes comenzó a jugar una partida digna de Lewis Carrol. Así un orden ortogonal se contrapuso a las curvas de la naturaleza. Este orden fue el que halló su máxima expresión en el Imperio romano y que luego desapareció con su caída. Después volvieron a surgir ciudades con calles sinuosas, malolientes y estrechas. Otra victoria del Caos de Odiseo.


Al finalizar la edad media nos enteramos que el mundo no era tan pequeño y el campo de batalla se traslada a lo que llamaran América, allí el caos cambia de nombre y pasa a llamarse Calibán, la fuerza de una naturaleza feraz y capaz de devorar al mas valiente de los europeos. ¿Qué hace el europeo frente a tan portentoso enemigo? Invocar a Palamedes, con el acta fundacional de las ciudades y su trazado de tablero de ajedrez, así se haría frente al enemigo, allá afuera, que no se limitaba a los naturales habitantes de estas tierras sino a toda la naturaleza desbordante que inundaba los ojos y mentes de los conquistadores. Así se imponía el nuevo orden en una tierra donde abundaban caníbales, gente con el rostro en el pecho y otras que podían arroparse con sus orejas. Calibán luchó por imponerse, sólo hay que recordar la desaparición de Nueva Cádiz o las veces que Cumaná fue engullida por el mar.


Una vez impuesto este orden a la naturaleza, también se le impuso a las gentes, en forma de una severa separación social y un estricto marco jurídico, sin embargo el caos puja por aparecer, ahora se llama Canaima y se refleja en los escapes ocultos a la moral imperante, la deficiencia de servicios o en la llegada de sucesos o enfermedades inesperadas. La independencia trajo nuevos aires pero el tablero se mantuvo. Luego vino el desarrollismo petrolero y la sagrada cuadrícula fue profanada, aparecieron los barrios provisionales de trazado medieval y para aquellos que aún vivían en el trebejo, esos eran reductos de Canaima. Ahora vemos a Canaima en la falta de planificación, en los servicios ineficaces, en la inseguridad desbocada, en la falta de espacios públicos, en autoridades ineptas y en el trazado informe de los barrios.


Ahora Palamedes desde su oculta atalaya prepara su próxima jugada sin saber si logrará hacerle jaque mate a Canaima. Los hombres se empeñan en destruir ciudades. Quizás las maneras del destructor de Troya se impongan.

Thursday, March 18, 2010

ANDRÉS MARIÑO PALACIO Y SALVADOR GARMENDIA: DOS VOCES DE LA DIÁSPORA


ANDRÉS MARIÑO PALACIO Y SALVADOR GARMENDIA: DOS VOCES DE LA DIÁSPORA.
José Carlos De Nóbrega

Ilustración de Yilly Arana


A Slavko Zupcic y a Pedro Téllez, escrutadores de almas esquivas.

He aquí una aguda percepción del cuento como género literario en el indudable y flexible marco de la transdisciplina: “El cuento –cuando se quiere ser realmente cuentista-, hay que entenderlo poéticamente, rendirle culto, inclinarse ante su forma apretada y densa, donde la vida parece terminar siempre y no termina nunca” (Mariño Palacio, 1967, p. 73). Máxime cuando proviene de una voz de la diáspora, la del escritor maracucho Andrés Mariño Palacio (1927-1965). Fuera de la connotación judía del término, nos referimos a la trashumancia en el exilio que va de la provincia a la metrópoli que se estaba edificando (¿deconstruyendo?) en el valle de Caracas. Por supuesto, de ello hay un notable número de testimonios desde el ámbito de la literatura venezolana. En el caso que nos ocupa, Mariño Palacio siguió la ruta Maracaibo-Valencia-Caracas, al punto que su inclusión en una antología del cuento carabobeño, Manual para una Cabra (1994) a cargo de Slavko Zupcic, sorprendió al ensayista Miguel Ángel Campos. La obra cuentística de Mariño Palacio, recogida en el volumen titulado El Límite del Hastío (1946), merece una cuidadosa revisita dadas sus fortalezas, flaquezas y, sobre todo, su ubicación en un momento de transición experimentado por nuestra narrativa en pos de la contemporaneidad. Se trata de la depuración del discurso enclavado en el ámbito y la atmósfera de lo urbano, en el destierro del criollismo que hasta entonces se había enseñoreado de la narrativa venezolana.


Si consideramos tres de sus cuentos –Cuatro rostros en un espejo; Este turbio amor...y Abigaíl Pulgar, seleccionados por José Fabbiani Ruiz para su Antología Personal del Cuento Venezolano-, en una primera y leve mirada se verifica su división en cuatro o cinco breves partes o capítulos, como si siguiese el ars poética de Horacio Quiroga: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. Sólo que la anécdota no prevalece en el texto como pretexto fútil de originalidad, pues importa muchísimo más el logro de una atmósfera pesada, pesimista, inmersa y cargada de hastío. Se vale, por ejemplo, del oxímoron en la consideración de las contradicciones internas que embargan a los personajes, amén de la conciliación de los contrarios en un juego especular que los desfigura y ennoblece en su paradójica belleza. “Así, el marido de mi hermana, habla siempre de mi habilidad pictórica, cuando yo les hago una visita. (En el fondo sólo desea comparar nuestras bellezas: ¡su hermosa belleza y mi bella fealdad!)” ( Mariño Palacio en Fabbiani Ruiz, 1977, p. 122), nos confiesa el narrador protagonista de Cuatro rostros en un espejo, plasmando en el amargo soporte del lienzo su resentimiento y su represión erótica que raya incluso en el incesto y el vouyerismo. Fabbiani Ruiz (1977) declara sobre la cuentística de Mariño Palacio: “Sus cuentos, hechos a base de estampas (así empezamos nosotros y muchos de los de nuestra generación), con sus aciertos y las vacilaciones propias de toda obra incipiente, nos autorizan para ver en él el embrión de prometedores frutos” (p. 120). Claro, estas líneas habían sido escritas antes de que la locura y la muerte truncaran la obra de Mariño Palacio. El discurso narrativo asume una calidad plástica en la captación y el dibujo de las atmósferas soporíferas, semejante quizá al tratamiento postimpresionista de la luz en la pintura de Armando Reverón. La ciudad se ve impregnada de una luminosidad plomiza y húmeda, envuelta en la mantilla que arropa al feto impactado por el ultrasonido que se estampa en una ecografía. Se tiende como sucia arenilla que rasguña la piel sudorosa de los ciudadanos en el bullir de la escindida colmena urbana. “Dentro de la casa pesa como una tonelada de plomo el mediodía. Una ola de calor se mece en los cuartos y alrededor de las camas” (Mariño Palacio en Miguel Ángel Campos, 1993, p. 53), tal es el inicio del cuento El camarada del atardecer, el cual se explaya en la soledad de Natalia acentuada en el transcurso de una sofocante y mustia tarde. Ella contempla su cuerpo en el acto onanístico de palparse, desvestirse y bañarse embebida de soledad: “El atardecer ha muerto. Natalia sale del baño. Su cuerpo está cansado, como si hubiera recibido multitud de caricias” (p. 64). Es sin duda un instante audaz en nuestra narrativa: no hay empacho en tratar el tema erótico desde la insania, la mirada desviada y morbosa detrás de la persiana americana, desdiciendo la edulcorante e idílica recreación romántica.


En Este turbio amor, se filtra una peculiar atmósfera terrorista macerada en un oscuro sentido del humor. Remedando a Edgar Allan Poe, Mariño Palacio nos muestra a un Claudio que hace patente sus celos enfermizos, al descubrir en el gato de su amante la mirada cínica y burlona de su confeso rival, Abigaíl Pulgar. Es entonces el hombre convertido en animal, a la manera de la licantropía, de los seres humanos mutados en lobos. El texto destila un pesimismo empantanado en la ridiculez y en la resignación de Claudio besando de lengua a Irma, siendo el gato el convidado de piedra. La misoginia del personaje se hace presente ante la inminencia del adminículo cornúpeta en su deforme cráneo:

“Es sumamente extraño, pero las mujeres quieren más a los animales que a los hombres. Por eso es que cuando son madres, se extasían acariciando y cubriendo de besos a las bestezuelas rojas y de rostro momificado que les succionan las ubres” (Mariño Palacio en Fabbiani Ruiz, 1977, p. 126).

El cierre del cuento lo diferencia de Poe: ni el ronroneo ni el maullido del animalillo estarán emparedados en la inhóspita casa, atribulando a Claudio.


Abigaíl Pulgar es un cuento de extraordinaria y terrorífica textura. De factura sinestésica y harto sensual, decanta la yuxtaposición de diversas perversiones psíquicas y espirituales: el resentimiento, la antropofagia, la represión sexual efervescente y su sublimación en el eros gástrico, amén de la paidofilia. La descripción del personaje protagonista excede en la caricatura y la parodia: su desgarbada y alargada figura, de piernas estiradas como en un potro de los tormentos, sugiere el referente plástico de El Greco y los Caprichos de Goya. Nos recuerda los duros y satíricos trazos de El Hombre de Hierro de Rufino Blanco Fombona. Abigaíl no posee un rostro, más bien una sucesión de máscaras que lo amparan de un entorno cruel y envilecedor. Tijeras en mano buscando amputar su manjar –lóbulos, tetas, nalguitas-, cae muerto de delicia en la compulsión de los miembros: “con una sonrisa demoníaca entre los labios, y un gesto de placer como si hubiera terminado de comerse unas ostras y gimiera convulsivamente: ¡delicioso!, ¡delicioso!” (p. 134).


Si antes hablábamos de la pertinencia de la relectura y reconsideración de la obra narrativa de Andrés Mariño Palacio, es menester su realización más allá del entusiasmo de sus contemporáneos –la generación de Contrapunto- y de la indiferencia de la mayoría de los lectores y los críticos literarios de hoy. La reivindicación, entonces, será posible si reconocemos en él un puente que condujo la narrativa venezolana a la contemporaneidad. Ya nos lo advierte Orlando Araujo (1988):


“Como él mismo dijo, en materia de arte ‘a unos les toca ser precursores y a otros realizadores’. Con su trabajo novelístico (y cuentístico, el paréntesis es nuestro), él quedará como precursor, por su actitud, por la violencia creadora de su cultura y por la audacia con que asume su destino frustrado de renovador”. (p. 341).

Por otra parte, Salvador Garmendia es otra de las voces de la diáspora que ha consolidado un espacio relevante en la narrativa contemporánea venezolana. Siguiendo a Mariño Palacio, en este caso hemos topado con un realizador o hacedor en el estricto sentido del término. El Inquieto Anacobero (1976) es un libro de cuentos que destaca su afán por aprehender la ciudad, esta vez a partir del rescate de la oralidad de sus habitantes. La voz narrativa se desliza mimetizándose en el diálogo de los personajes que recrean desde la barra del bar, el ámbito festivo del prostíbulo o la sala velatoria de la funeraria, el laberinto de concreto, polución y asfalto que es la ciudad de Caracas. Vista y vivificada por el agudo ojo de un provinciano proveniente de Barquisimeto. En el atinado Prólogo de Enmiendas y Atropellos de Garmendia (1979), antología de cuentos que involucra cuatro títulos, Oscar Rodríguez Ortiz comenta:


“(...) cada aparente repetición, todo regreso al mundo a media luz de la Caracas cabaretera, marginal y enferma, a la infancia y a la provincia llena de prodigios, no hace sino colocar una pieza más en el engranaje que tiene como punto de partida una convicción: la realidad es una ‘desacordada composición’ y la mente humana –recrea, inventa, olvida- es una maravillosa máquina mezcladora” (p. 9).

Si bien Los Pequeños Seres (1959, Ediciones del Grupo Sardio) constituye la novela urbana venezolana por excelencia, la cual nos toca aún por la mirada lánguida y la atmósfera minimalista de la ciudad que aturde, extravía y maravilla a Mateo Martán, El Inquieto Anacobero es una celebración dionisíaca del ámbito caraqueño en su oropel y decadencia. Puede afirmarse que este libro reivindica la épica desmitologizada del “hombre esquizoide” del siglo XX. Los personajes, apelando a la hipérbole y al ejercicio amarillista de las medias verdades, relatan sus encuentros con la tragedia y el azar, amén de sus hazañas etílicas y eróticas. A lo largo del libro, se configura un mapa geográfico y toponímico de la Caracas nocturna y guapachosa: Roof Garden, los vermouth del Pasapoga, El Trocadero, El Tíbiri Táraba, Mi Cabaña, El Teatro Caracas y el Coney Island, entre tantas locaciones ya desaparecidas del desmadre caraqueño.


Del volumen es destacable el cuento homónimo, homenaje a uno de los más grandes cantantes de la música tropical de todos los tiempos: Daniel Santos, figura y motivo lírico y popular con el cual se identifica la bohemia latinoamericana. Gracias al Inquieto Anacobero, el hombre de a pie se reconoce en el severo y locuaz rostro de su machismo, impregnado de fluidos vaginales, cocaína y alcohol. El relato es una recreación afortunada de Don Daniel quien nos habla ahora de sí mismo:


“Soy un nacionalista convencido y consumado. Nacionalista y patriota latinoamericano que siente aún, en esta cabeza plateada, el suave vaivén de mis palmeras tropicales y un gustico a ron en la garganta, unas arenas tibias por el sol y un azul intenso de donde surge, casi como un milagro, una hembra de cualquiera de estas aguas y estas tierras” (Mujica y Santos, 1982, p. 119).

El género cuentístico le da un espaldarazo a la crónica de costumbres de los cincuenta y sesenta, a las páginas de sucesos, a las notas cronológicas, al chisme y a la infidencia. La tonalidad es áspera, de un humor negro que se carga de escatología, coprolalia y tragicomedia; asaeteando con su karare a politicastros, militares cornudos y burócratas indolentes, sin los cuales la ciudad jamás podría deconstruirse en el detritus, la estridencia y el caos. El corpus desprende las limaduras de una Caracas que se desgasta, arma y rearma recogiendo y esparciendo sus despojos: “Los surtidores son chatarra, la caseta saqueada y un Ford sin amo que se ha ido pudriendo ahí desde hace años. Es todo lo que queda” (Garmendia, 1976, p. 59). Pareciera un tratado sobre la estética de la fealdad o, mejor aún, la representación literaria de las instalaciones del Arte Pobre de Claudio Perna. Otra muestra de ello, son cuentos como Baby Blue, ¿Sabes? Yo no creo que se muera tanto como uno piensa y La mala bebida. Textos que magnifican el acecho travieso y lúdico de la muerte y la azarosa tragedia que es la vida. La ciudad va dejando en su devenir cadáveres acuchillados y tiroteados, bolsas de basura con las barrigas abiertas a dentelladas por los perros y sus vikingos, “aves envueltas en papel celofán” (valga la alusión a la canción elegíaca de la Orquesta Mondragón como responso por las ciudades occidentales).

Maracay, abril de 2005.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

Araujo, Orlando (1988). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores.
Campos, Miguel Ángel (1993). Andrés Mariño Palacio y el grupo Contrapunto. Maracaibo: Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia.
Fabbiani Ruiz, José (1977). Antología Personal del Cuento Venezolano. Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, U.C.V..
Garmendia, Salvador (1976). El Inquieto Anacobero y otros cuentos. Caracas: Librería Suma.
Garmendia, Salvador (1979). Enmiendas y Atropellos. Caracas: Monte Ávila Editores.
Mariño Palacio, Andrés (1967). Ensayos. Caracas: Inciba.
Mujica, Héctor y Santos, Daniel (1982). El Inquieto Anacobero. Confesiones de Daniel Santos a Héctor Mujica. Caracas: Cejota.

Tuesday, March 16, 2010

FRANCISCO MASSIANI Y EDUARDO LIENDO: DE LA MEMORIA QUE SEDUCE EL PAISAJE A TROMPICONES. José Carlos De Nóbrega




FRANCISCO MASSIANI Y EDUARDO LIENDO: DE LA MEMORIA QUE SEDUCE EL PAISAJE A TROMPICONES.


José Carlos De Nóbrega.

A Héctor Leiva, sin importar el vencimiento de las letras de cambio que acreditan a la Academia.

“Es el precio de todo verdadero poder: ser el enterrador de uno mismo”.
Eduardo Liendo en Diario del Enano (1995).

He de confesar que Pancho Massiani, más que una referencia literaria, forma parte de los afectos anclados en mi adolescencia. Por supuesto, producto de la lectura de su novela Piedra de Mar (1968), texto que para muchos de nosotros se transfiguró en el condiscípulo ideal, divertido y desbraguetado de la época del bachillerato. Es sin duda la novela de formación o bildunsgroman venezolano de la generación de los setenta: Los primeros escarceos eróticos, la púber rebeldía sin sentido y esas ganas de vivir y engullir todo a tu alrededor. La asocio, en particular, con las fiestas y los bonches vespertinos caraqueños en locales ad hoc, aledaños al Ciclo Básico Común “Simón Bolívar” y a un río Catuche sosteniendo la endeblez del Puente El Guanábano. Nos atrapó su tono afecto al habla adolescente de aquel entonces. Así lo observó en su momento –1972- Orlando Araujo (1988):



“Massiani incorpora a la novela y el cuento el habla de los jóvenes caraqueños de la clase media, el lenguaje frívolo de sus fiestas del Este, la dimensión del ‘patotero’, la crisis de autoridad, la incomunicación con los mayores, los conflictos eróticos entre la adolescencia y los veinte años” (p. 345).

Treinta años después, en el libro de cuentos titulado Con agua en la Piel (1998), si bien persiste su fidelidad a la oralidad en tanto registro del ámbito urbano, se deja notar que Francisco Massiani (1944) en su discurso narrativo se regodea en la desilusión estética e ideológica, síntoma ineludible e inequívoco de la crisis de la modernidad occidental en el cuarto menguante del siglo XX. A tal efecto, es pertinente la relectura de tres de sus relatos: Con el agua en la Piel –que le otorga el título al volumen-, La Tos y el Dragón y Encuentro. En el primero de ellos, la visión de la ciudad ocurre en el exilio, en una isla innominada y perdida. La pareja protagonista arrastra al bucólico paisaje la inseguridad y la incomunicación citadinas que les embargará por siempre. Marie es la primera en reparar tal sensación de extrañamiento –inmanente en la atmósfera absoluta del cuento-: “Ella pasó varios días huidiza, hasta que me confesó llorando que sólo lo había tomado (el jeep, el paréntesis es nuestro) para pasarse dos días en Caracas; necesitaba ver a sus amistades. Respirar un poco la ciudad. Ya la soledad la estaba enloqueciendo” (p. 133). Evidentemente, la dama miente piadosamente. El escape implica una sed compulsiva de la ciudad, en la añoranza de afectos y odios encajados en sus entresijos. Marie se debate entre el pasado vivido en la Megalópolis y la quietud implacable del paisaje natural pletórico de bichos ruidosos que dilatan su soledad. Hasta el mismo yo se escinde, no por culpa del bosque ni del río, apenas hay un cambio de escenario en el que se desparrama la alienación del marido y la mujer: “Y hasta se le olvida el nombre a uno. ¿Quién te nombra? ¿Te va a gritar una piedra? ¿La hoja que tiembla? ¿El gallo, el aullido de un perro? (...) Por fin quién eres, terminas preguntando a nadie. ¿Mario? ¿Felipe?” (p. 134). Es “Memoria que castiga el paisaje” (p. 135), en el caso del hombre la obsesión y el deseo sexual por Marie cuando el habla y los sentidos recorren su cuerpo (como en una larga y perturbadora serie de cortas caricias); en tanto que ella, en medio de la fiesta organizada por el Gordo Morales, va deshaciéndose y basculándose en un baile solitario ante una rockola, testigo y metáfora viva por obra y gracia de la palabra. “Nunca una rockola es más escandalosa, como cuando está encendida y muda. Comprendí que mi mujer, la Marie, había sufrido desde el primer momento de vivir conmigo la misma suerte” (p. 136). Cierre magistral que nos retrotrae dos poéticos cuentos de Julio Cortázar: Después del Almuerzo y Las Puertas del Cielo. Esa moneda ausente que no permite escuchar el disco de 45 rpm, se equipara a la hoja de otoño que rasguña la cara del adolescente advirtiendo un sentido de culpabilidad, además de hacernos ver en la humareda del boliche a una feliz y fantasmal Celina contoneándose al son del tango y la milonga.



La Tos y el Dragón es un cuento que simula la atmósfera duelista y retadora de los filmes del Oeste norteamericano. La confrontación entre el flaco hombre adherido a la tos y la descomunal figura del Dragón, constituye un ejercicio sintáctico de violencia urbana y lingüística que excede la acción física. El ritmo es trepidante en el logro del suspenso. Hay que destacar la brevedad y la aspereza cortante de sus diálogos, amén del patrón rítmico provisto de frases cortas, ambos aspectos típicos del discurso narrativo de Massiani. En el prólogo a los Relatos de Massiani (1991), nos dice Carlos Noguera: “La reiteración de las díadas pregunta-respuesta desemboca en una especie de mayeútica del vacío”. Más adelante apunta:



“(...) el discurso a menudo se desvía del estándar para provocar una sensación de oleada rítmica, propiciada por el vaivén de las mismas palabras dentro del párrafo, que son así insertadas en constelaciones de oraciones cortas, cambiantes, distintas en cada caso, pero con elementos idénticos que satisfacen el papel de vasos comunicantes” (p. 18).

Si bien la descripción no se halla sobreadjetivada (lo cual es harto acertado) su austeridad e inmediatez son cónsonas con el espíritu violento de ese bar de la ciudad. A tal respecto, el uso del símil es elemental pero de una eficacia demoledora: “Después se separó de la mesa, se tapó la boca con un pañuelo inmundo y tosió como un taladro”; “Sólo cuando abría la boca para escupir su tos sobre el pañuelo, la sangre se le amontonaba en los ojos y se le ponían rojos, como dos metras de carne cruda” (p. 141). La anécdota que se puede resumir o categorizar como estar en el lugar y en el momento menos indicados, historia por demás frecuente en las barras de los bares, no cuenta sino como pretexto para enhebrar el discurso en el juego del lenguaje, por supuesto, violento y rudo como la pelea de dos machos en pos de cortejar a la hembra. Sólo que en este cuento, el vencedor era un desgarbado y enfermo hombre arrodillado en el llanto.



Encuentro retoma el tema de la incomunicación de la pareja en la ciudad, o mejor aún, su desencuentro que va del ágape en el centro a una habitación de hotel en la periferia. El paisaje que rodea ese templo del encuentro erótico casual y clandestino, se caracteriza por su bondad y lozanía que sintonizan con la satisfacción sexual de la pareja. Sólo que el diálogo postcoital va develando un abismo que los desnuda a ambos irremisiblemente en su precariedad y desesperanza. A ritmo de monosílabos y frases cortas que recrean de guisa impasible la desazón y el vacío que fluyen in crescendo a lo largo del relato.



“-¿Por qué te detienes?- preguntó él.
-No lo sé- dijo ella-. De golpe me sentí desnuda. Antes nunca me había sentido tan desnuda” (páginas 67 y 68).



Eduardo Liendo (1941) es otra de las voces más interesantes de la narrativa venezolana actual. Gusta de la impostura en la multiplicidad de las máscaras con las cuales atavía a sus personajes; lo cual no es más que sumergirse en la otredad: esta vez facilitada por los héroes de folletín, los astros de cine y la música, por ejemplo, en tanto espitas o válvulas de escape de una realidad cada vez más mezquina y oprobiosa. Entre sus títulos se cuentan El Mago de la Cara de Vidrio (1973), El Cocodrilo Rojo (1987), Los Platos del Diablo (1991), El Cocodrilo Rojo / Mascarada (1992), Diario del Enano (1995) y luego El Round del Olvido. Nos interesa el libro de cuentos El Cocodrilo Rojo (1987), publicado por Selevén, a los fines de revisar algunas de las aristas de su discurso narrativo relacionadas con la concepción de la ciudad como ámbito y, sobre todo, reexpresión de una manera particular y dispersa de vivirla y sentirla por parte de sus habitantes y cronistas. Para ello, se han seleccionado tres relatos: Los Otros Fantasmas, La Venganza de Pepe El Toro y Lágrimas de Cocodrilo.



En el primero de los cuentos referidos, se respira el aire hacinado de un pequeño apartamento o, mejor dicho, compartimiento estanco de algún superbloque caraqueño, como los de Parque Central. Ese reducido y compungido espacio es compartido por marido y mujer, sin hijos, con una mustia y abatida existencia oprimiendo sus aburridos y desfallecientes hombros. La vida urbana supone, entonces, adquirir y arrastrar trastes y objetos que irán haciéndose inútiles pero cada vez más parecidos a sus confundidos dueños, como si fuesen una prolongación o miembro que se adiciona a sus cuerpos. Los objetos se convertirán en personajes –ficticios o no, en la trampa de la metaficción- que deambularán insomnes por todo el apartamento, amargando la terrorífica lasitud –nada qué ver con la quietud, valga la cacofonía- de la vida en pareja. Tanto así, que Isauro se ve impelido al plagio sentimental de autores como Flaubert –efecto intertextual del discurso interpuesto-, para forjar un pasado amoroso que pueda aproximarse a la libertina soledad de la mujer: “intuía que las soledades de mi mujer habían sido muy bien ocupadas” (Liendo, 1987, p. 115). De todos modos, el cenicero que Isauro con forma de dragón –sucedáneo del de Orlando- comparte el magro espacio del apartamento con el resto de los cachivaches de los maridos de su ex-mujer, remedando quizá una cínica exhibición en un museo del amor loco a la manera surrealista. Ya lo dice Georges Bataille: “Sin que podamos decir por qué, no pareciera que un mono disfrazado de mujer difiera de una división del espacio”.



Destaca del conjunto, La Venganza de Pepe El Toro, relato del cual derivará una de las más celebradas novelas de Liendo: Si yo fuera Pedro Infante. Es el imperio de la disociación espacio-temporal del discurso narrativo que descansa en la escisión del yo a una doble instancia: el ciudadano común y corriente, al amparo de la rutina cotidiana en la sala cinematográfica, y el héroe de nombre Pepe El Toro, encarnado por el también legendario Pedro Infante. La perspectiva narrativa va del espectador (hombre de a pie) al héroe del cinematógrafo, encuadrando y montando un pastiche de corte evasivo, no por ello menos lírico y popular: “Uno piensa que Pepe El Toro es un viejo fantasma de la memoria y de pronto nos enseña su lengua burlona desde la pantalla del cine ‘Jardines’. Estoy otra vez sentado en la butaca jugándomelo todo” (p. 119). Se procura eliminar las tensiones de la vida diaria en el baile de las máscaras: el espectador, rememorando su adolescencia ante la pantalla del extinto cine, se convierte sucesivamente en Pepe El Toro y Roberto, dos de los personajes representados por Pedro Infante, además de mutar también en el mismísimo actor y cantante, sirviendo así el escenario para el reacomodo de la cruenta y chata realidad en la precariedad del tiempo. “Porque tú no eres un modesto funcionario público, ni un albañil, ni un buhonero; tú no tienes un sueño, tienes que conquistar una corona a carajazo limpio. Tú eres Pepe El Toro, el otro yo de Pedro Infante” (p. 121). Se va del presente contado al discurso cinematográfico, para coquetear con la adolescencia que implica la vindicación de la inocencia perdida. Pareciera una doble tanda: el film sobre Pepe El Toro cargado de reivindicación social y oralidad popular; y la película sobre Roberto, personaje falsificado y falsificador que, cual camaleón humano, departe en las fiestas de la gran sociedad burguesa, degustadora de los filmes de Ingmar Bergman y Akira Kurosawa. De lo que se infiere la convivencia de lo culto y lo popular en la cultura universal, si no podemos otear el caso de las jarchas y las moaxajas mozárabes con las cuales arrancaría la lírica castellana. En otras palabras, la relación armónica y ambivalente de los opuestos se da a diversas instancias del discurso narrativo, bien sea en la transfiguración ficcional, la metamorfosis del personaje y el narrador protagonista, amén de la síntesis de lo culto y lo popular como se había apuntado antes. Es resaltante que el poema de Vallejo sea la clave que permita atar el épico cielo simulado y la árida tierra de la realidad externa, que ocupan y preocupan al ente de papel.



En Lágrimas de Cocodrilo, hallamos un ejercicio semejante a la licantropía: de cómo un hombre común se convierte en una bestia. En la belleza de su boca desdentada, de su aislamiento en medio de la multitud que lo apremia. Nos recuerda el magnífico y antimacartista film de Joseph Losey: El niño del cabello verde. Es el discurso del Otro, enajenado y marginado por las imposiciones y convenciones de los aparatos ideológicos del Estado, como lo ponderara el malogrado Louis Althusser. El habla de Ramón –no, por favor dispensen-, del Cocodrilo Rojo sugiere el testimonio lúcido del loco que denuncia el despropósito del mundo. Pugnando por nadar a contracorriente: “Me arrecha que me miren ¿qué me ven? ¿nunca habían visto un cocodrilo? (...) Algunos dicen que estoy loco, eso me desquicia y les grito: cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo” (p. 13). La racionalidad pretende acorralar nuestro lado salvaje, por tal razón la poesía es un camino que lo sublima al aprehender lo inefable, lo intemporal, más allá de la entropía de los objetos sometidos a la acción oxidante del tiempo.

Maracay, mayo de 2005.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

Araujo, Orlando (1998). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila.
Liendo, Eduardo (1987). El Cocodrilo Rojo. Caracas: Selevén.
Liendo, Eduardo (1995). Diario del Enano. Caracas: Monte Ávila.
Massiani, Francisco (1991). Relatos. Caracas: Monte Ávila.
Massiani, Francisco (1998). Con agua en la Piel. Caracas: Monte Ávila.
Puerta, Jesús (1999). Modernidad y cuento en Venezuela. Valencia: Universidad de Carabobo.

Monday, March 15, 2010

EPITAFIO PARA EL CIUDADANO CRISPÍN LUZ. José Carlos De Nóbrega


EPITAFIO PARA EL CIUDADANO CRISPIN LUZ
José Carlos De Nóbrega


A María Narea, un Paraíso de Dulzura.

En el escalofriante relato “La Muerte de Iván Ilich” de León Tolstoi, se repite a modo de estribillo las palabras “fácil, agradable y decorosa” por medio de las cuales Iván Ilich mienta y caracteriza su ideal de vida burgués: Siendo un bien acomodado funcionario de la administración de justicia zarista, “lo principal que (...) tenía a su disposición era el trabajo. Este mundo concentraba para él todo el interés de la vida”(1). El estar conciente de su poder, de su función social –que le permitía abusar del prójimo-, amén de saberse el severo y principal actor del tribunal, “le producían honda satisfacción, y, junto con las charlas de los compañeros, las comidas y el whist, daban un contenido a su vida. De este modo, en general, la vida de Iván Ilich seguía marchando tal y como él consideraba que debía marchar: de una manera agradable y decorosa”(2). Paralelamente, otro personaje hacía de las suyas –mejor dicho, se dejaba llevar por el orden de cosas establecido- al otro lado del Atlántico. Su nombre es Crispín Luz y protagoniza la novela “El Hombre de Hierro” de un tal Rufino Blanco-Fombona, escritor venezolano que la había publicado en 1907 bajo el sello editorial de Tipografía Americana. Esta vez, Crispín tenía como slogan “mis derechos, los derechos que la sociedad y la iglesia me acuerdan”, traducido en el paradigma del buen ciudadano que no duda en ningún momento de su rol impuesto de guisa inconsulta por la sociedad. Pero, valga la coincidencia, ambos personajes sucumben a una serie de situaciones extremas que desdicen y pervierten su modus vivendi (es de hacer notar que ambos textos se inician con la muerte del protagonista). Encuentro no sólo argumental, sino también temático: El hombre confrontado por las circunstancias desilusionantes del entorno, preocupación por demás universal (v.g. El Quijote de Cervantes).


“El Hombre de Hierro” supone un momento importante de nuestra literatura, pues la conciencia novelística venezolana adquiere mayor madurez y personalidad gracias a la influencia del modernismo -además de Blanco-Fombona, se erigen notables figuras tales como Manuel Díaz Rodríguez y Pedro Emilio Coll-. Revistas literarias como “El Cojo Ilustrado” y “Cosmópolis” fueron los medios que divulgaron la estética modernista en el país, terreno abonado por la influencia del simbolismo y parnasianismo francés, y la sintomatología afrancesada del gobierno de Guzmán Blanco, patente por ejemplo en la conversión de Caracas en una pequeña París. Sólo que el poco benévolo marco histórico, político y social signado por la inestabilidad de Venezuela en todos sus órdenes (los efectos devastadores de la Guerra Federal, la partición del país –hoy día podríamos decir balcanización- por obra y gracia del caudillismo, el oprobioso fardo de los empréstitos extranjeros, entre otros factores), provocaría un shock que atribularía a esta camada de intelectuales. La novela “Ídolos Rotos” de Díaz Rodríguez, publicada en 1901, explicita la desazón de Alberto Soria ante el caos que embarga al país: la montonera soldadesca profana la Escuela de Bellas Artes esculpiendo en su alienado corazón –el cosmopolitismo compulsivo- el FINIS PATRIAE que le empujará al exilio. Atmósfera desesperada que prefiguraría el bloqueo de las costas venezolanas por la flota anglo-alemana el 9 de diciembre de 1902, iracunda gesticulación anticolonialista de El Cabito interpuesta (similar a la del general Noriega en Panamá años después).


Más allá del típico pesimismo modernista ante la realidad histórico-social, “El Hombre de Hierro” se nos muestra como una requisitoria de mucha hiel contra el conformismo del hombre respecto a la tenebrosa trama de relaciones que impone una sociedad en proceso de descomposición. Tanto Crispín Luz como Iván Ilich son sus víctimas propiciatorias: Han errado su destino en la aparente anchura y confortabilidad del camino (en el primero es la sumisión, en el otro el prestigio social) que no es más que el atajo sin salida de su despropósito vital. Ambos, asumen con eficacia su rol cual hormigas antropomórficas arrastrando a la madriguera las provisiones que no disfrutarán jamás en el invierno; necios que no comprenden que hay que atrapar el día, viviéndolo con intensidad. Sus casos rayan incluso en lo grotesco, es bien obscena su ceguera en la consideración de su alrededor: “Ni aún la claridad del sol les revelaba cosa inteligible. Todo surgía y se borraba ante sus ojos de cierta manera inconexa y falta de propósito” (3). Pese a que el mundo se le derrumba inexorablemente a Crispín, éste procura sostenerse en sucedáneos que tienen la simiente del masoquismo: la búsqueda de uvas silvestres en Macuto remedando las ocupaciones de su esposa María durante el proceso de convalecencia (como se sabe el remedio fue mitigar su ardor erótico en los brazos de Brummel), “mordiscando las acres uvillas playeras, y gesticulando, con la dentera que produce la acrimonia de las uvasyemas”(4); o la abnegación desesperante del padre en el cuidado del ansiado hijo, engendro si no de la infidelidad, sí del envilecimiento de la relación matrimonial: “Las noches las pasa en claro el pobre Crispín, con su hijo en los brazos (...) Éste ni siquiera llora. Los pies y las manos, enormes para un diminuto ser, se agitan en el aire, la boca hace una mueca dolorosa, y vuelta a caer en el quietismo cadavérico(...) De sus ojos fluye un pus amarillento, como si el pobrecito mirase por dos úlceras”(5)-esta última e inquietante descripción nos hace evocar el film “El bebé de Rosemary” que advierte la cotidianidad del terror producto del acecho de nuestro ámbito-.El consecuente es a la medida del antecedente: El ser cobijado por una madre castradora en la ausencia de la figura paterna, Doña Felipa, quien le espetaba cuando niño y cuando adulto su decepción matrimonial. Halla su hogar en la Casa Perrín y Cía., siendo el padre sustituto el señor Perrín, enjugando en su pañuelo no sólo el copioso sudor de la calva sino el insomne cerebro cavilando redondos negocios a la vera del oportunismo político. Un pasaje extraordinario de la novela es, sin duda, aquel referido al trabajo suplementario de Crispín sobre las bondades medicinales del extracto de coca: espoleado por los celos, yuxtapone el producto de su investigación con una torturante imagen de María sobre un trasatlántico ceñida la cintura por un rubio amante despidiéndose de él para siempre. De allí proviene la índole de su mal, la actitud timorata y tibia ante la vida, sin el entusiasmo ni la embriaguez de espíritu para la danza loca ni el quebrar un vaso contra el espejo. En esta novela, Blanco-Fombona pareciera orientar el lenguaje a la pincelada satírica y cruenta como el Goya de los Caprichos. Su voluntarismo y acendrado egotismo, paradójicamente, le compelieron cual Doctor Frankenstein a desafiar la mezquindad de su entorno creando un monstruo autómata, pero monstruo al fin, en tanto sino de su tiempo histórico: el buenazo de Crispín Luz, con ojos de búho y famélica complexión física y psicológica. Podríamos especular entonces que Blanco-Fombona es un gran terrorista sin apelar precisamente a los códigos de la novela gótica.


Por lo menos, Iván Ilich encontró consuelo en Guerásim, aquel rústico campesino cuyos hombros soportaban sus piernas entumecidas y adoloridas sin chistar un ápice, como muestra de aprecio servicial y samaritano. Crispín, en cambio, tan sólo podía recostar su cabeza aplastada por los deberes para con los demás y jamás para sí, en la húmeda y fría piedra del lavadero. A la hora de la muerte física, Iván Ilich logró vislumbrar la revelación de su hasta entonces inútil existencia: “Se acabó la muerte –se dijo-. La muerte no existe”, sintiendo lástima de los vivos, de su familia, echándolos de la habitación. El Hombre de Hierro no pudo abrazar a los suyos, apremiado por la fanática y pérfida acritud del franciscano que más que darle un bálsamo lo apremiaba a completar el ritual, como si se tratase de la Inquisición y no de asistir a un moribundo. Fuera de la habitación aguardaban el desenlace las aves predatorias, los zamuros que somos los hombres, en la tertulia de la sala y el zaguán degustando café y chocolate calientes.

NOTAS.
(1) León Tolstoi: La Muerte de Iván Ilich, Editorial Salvat, Navarra, España, 1982, página 34.
(2) León Tolstoi: opus cit, páginas 34 y 35.
(3) Joseph Conrad: Una Avanzada del Progreso, Laertes S.A. de ediciones, Barcelona, España,1979, página 27.
(4) Rufino Blanco-Fombona: El Hombre de Hierro, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, Venezuela, 1999, 2da. Edición, página 167.
(5) Rufino Blanco Fombona: opus cit, página 213.