“FANTASMAS” DE LUIS LAYA: CRÓNICAS INVERTIDAS SOBRE PARAÍSOS ARTIFICIALES
José Carlos De Nóbrega
La idea del desdoblamiento del mundo en dos, llevada a cabo en Platón y continuada con el cristianismo, no constituye sino un debilitamiento del hombre. Nelson Guzmán, La Moral como Envenenamiento.
El Diablo puede apostar de nuevo su cabeza sin titubeo alguno: La literatura venezolana de hoy incorpora propuestas interesantes, políticamente incorrectas y alentadoras. Sin importar el género, nos topamos con las grandes voces cómplices de Sol Linares, Ximena Bemítez, Luis Enrique Belmonte, Nelson Guzmán, Luis Ernesto Gómez, Freddy Ñáñez y Luis Laya, por ejemplo. No compartimos la visión apocalíptica y afectada de Antonio López Ortega, cuando se refiere a las nuevas promociones de cuentistas venezolanos. Resulta absurdo confundir el escepticismo a secas con una concepción crítica y descarnada del país que nos tocó vivir intensamente. La militancia estética y política se apuntala y afila en el ardor propio del pensamiento crítico. La obra ensayística y filosófica de Ludovico Silva es un coscorrón en la mollera de críticos mezquinos y reaccionarios que se cocinan en su propia hiel. “Fantasmas” de Luis Laya, no obstante su índole de transición respecto al resto de su obra narrativa, es una estupenda colección de cuentos que supone una consideración atenta de sus antecesores (Mariño Palacio, Meneses, Massiani, Julio y Salvador Garmendia –no hay ni Garmendia viejo ni Garmendia nuevo, como lo sostiene inútilmente López Ortega-, Liendo o Britto García), sin que por ello se atenúe la brillantez de su propuesta personal y artística en torno al oficio narrativo. Los profetas del deslave literario nacional, si así pueden invocarse, no logran comprender que los cuentistas de hoy mantienen un diálogo dinámico, contingente y vivaz con las voces que los antecedieron. En este caso, los más jóvenes procuran sus espacios propios sin pretender ser abuelos de sus mismísimos padres.
Nos habíamos topado con dos libros anteriores de Luis Laya: Set (2005 y 2006) y La pérdida (2008). El primero de ellos recoge la novela que le da su título, además de siete cuentos. El segundo volumen está integrado por dieciséis cuentos. Ambas propuestas narrativas constituyen una aproximación lúdica y cruel al mundo urbano. La imaginería visual y musical se regodea en el hiperrealismo, la parodia y la deconstrucción crítica de nuestras ciudades. Por ejemplo, el uso personal del símil apunta a la recreación salvaje de la gran ciudad, no en balde la precariedad y el desgaste del discurso literario: Estoy en una corriente de aire por donde fluyen los mesoneros como gérmenes en un ducto. Las peripecias de los personajes, preñadas de escisión psicológica, alienación y desilusión vital, son aliñadas en una propuesta colindante al Realismo Sucio de la Novela Negra estadounidense, valga la yunta Dashiell Hammett-John Huston, o al morbo caníbal de Salvador Garmendia en “Los Pequeños Seres”: Enmarcada entre tus gríngolas, se ve un mundo de queso rancio, de sudor vestido de talco, de vergüenza y juanetes, que comienza a engullirte por la cabeza. Sin embargo, textos magistrales como “La Oportunidad” recuperan nuestra fe en la humanidad por la trocha hacia una reconsideración conmovedora del Amor que le debemos al Prójimo, esto es una revisita contundente a la categoría vitalísima Conciencia de Clase, más allá de las contradicciones e inconsistencias del discurso ideológico y propagandístico propio de los aparatos ideológicos del Estado. Qué decir del andar lascivo de la guaricha protagonista de “Máquina de conseguir novio” (Su hermosura era cruel, parecía una venganza contra la nada), o la disección entomológica y entrañable de un grupo de amigos en “Sabotaje”. “La cajera más linda del supermercado” es una mordaz puesta en escena de la educación sentimental del protagonista, la cual devendrá en la desazón amorosa y el reencuentro con una Sultana postpunk: Regresaba a Caracas, la que me conocía y entendía, sin compasión. La estética de la fealdad y el desconcierto, desarrollada por Laya en estos relatos, consiste en una serie de atentados terroristas que hagan trizas a la remilgada, pudorosa e histérica cultura pequeñoburguesa que afea y escarnece a nuestras ciudades, amén de vindicar placenteras y vivificantes vías que nos permitan el acceso a la real belleza de las cosas, tal como lo experimentó Charles Baudelaire.
Este concierto narrativo disonante y portátil que es “Fantasmas”, se dispone a la manera de un tríptico que se abre al lector y luego se recoge en sí mismo: “Ánimas”, “Demonios” y “Encantos”. Comprende una exploración personal, curiosa y sentida de la Prosa Poética, el Bestiario y la Crónica rural y urbana, sin apelar al galimatías presuntuoso y retórico de ciertas modas literarias y academicistas que temen interactuar con los lectores, so pena de ser descubierta su falacia formal, conceptual y de alma. Tales alcabalas sólo justifican su existencia a través de la intermediación sesgada. Precisamente, “Alma a la mar” es un inicio o prólogo del conjunto que va al encuentro de los ojos inquisitivos sin reparar en los riesgos, tan sólo importa granjear aliados, cómplices y amigos de la literatura que nos vincula de manera visceral y compulsiva a la vida. Los siete textos de “Ánimas” toman por asalto el género de la Prosa Poética como afirmación e indagación del cuento mismo: El experimento transita con fe y entusiasmo el colorido poético y plástico de la estampa hecha a palabra inmediata, el Bestiario como aproximación sociológica de la manada humana, la Crónica Roja, la atmósfera terrorista enclavada en la infancia, el ars poética que alude a Horacio Quiroga o el relato transparente y entrometido que apareja los cuentos de camino y el lirismo de las ensoñaciones atado al surrealismo auténtico.
No nos sorprende entonces que la metamorfosis de la voz narrativa, característica de nuestro autor, no sólo aborde a nuestras ciudades enculilladas y acuchilladas, sino también sea factor generador de deliciosas e inquietantes crónicas sobre la mal llamada provincia con sus poblados rurales que se esconden detrás de las grandes autopistas. Como bien decía el poeta Rafael José Álvarez, los relatos campesinos de Venezuela que registran el trato con duendes, no se diferencian de otras historias afines contadas en lenguas y circunstancias ajenas. Se interpone también la voz de Cesare Pavese que nos explicaba la imposibilidad de la literatura sin la presencia ni los padecimientos del campesinado. En el cuento “La escopeta”, el Bestiario es un pretexto para el trabajo sobrio con el lenguaje y los símbolos: el báquiro implica sucesivas mutaciones que comprenden el delirio onírico, el relato de formación y la evasión a una Arcadia campestre y salvífica. Incluso su muerte física nos refiere quizás la confrontación a dentelladas entre la escurridiza realidad y la sazón amarga que deja el caldo en que nadan nuestros sueños: El báquiro semejaba un morro de pelos sobre la tierra, su sangre negra refulgía bajo la luna y su respiración se apagaba velozmente. Su muerte, esta vez sí, era inminente. “La fuga del tigre”, en cambio, tiene un cariz poético y mítico que juega maravillosamente con la licantropía: el intercambio de los roles troca en evasión, mascarada e impostura. Por supuesto, despedazando el Discurso de Poder vertical, explotador e inhumano en la inmediatez de la palabra irreverente: Para los poderosos era muy fácil engañar a la gente. Las dos partes estaban acostumbradas a su papel: unos a defraudar, los otros a creer cada montaje. “Los cocos secos” nos parece un relato picante como la calidad cochambrosa del habla coloquial. La tragedia del adolescente encaramado en el cocotero, sucedáneo hiperbólico de la persiana americana, entrevista desde su mirada babeante y lujuriosa sobre la humanidad de Leticia, nos recuerda –ironía mediante- estos versos de Miguel Otero Silva: Mal le fue a la Magdalena / entre los anacoretas / que moneaban los olivos / para mirarle las tetas. Esta travesura trae consigo la picardía, la transparencia y la sabrosura de las coplas llaneras, las cuales destacan impunemente el habla octosílaba de los venezolanos. “Los melocotones” se abre paso también a campo traviesa, en los dominios recónditos de los duendes, para recrear el exilio de una familia proveniente de Alemania y, mejor aún, componer un puente asombroso entre la mitología y la realidad rural detenida en el tiempo: Me cuenta Kasagua que desde entonces, los melocotones sangran como gente al ser golpeados. Que a diferencia de los duraznos, que sólo se magullan y deforman, estas frutas sufren de hemorragias producto de la maldad humana, a partir de lo que hizo Cartaya. Comer melocotones se convierte en un acto divino del eros gástrico. “El salvaje” trata la problemática del doble tanto en el tema como en la transfiguración de la perspectiva narrativa que va del narrador omnisciente al protagonista: el mimetismo del cuerpo y la voz nos sugiere una relectura de “Las Enseñanzas de Don Juan” de Carlos Castaneda, centrada –eso sí- en la relación paradójica que emparenta la relativa lasitud de la realidad exterior con Otra de substancia mágica, trascendental y transgresora de las ideologías que nos estafan. A tal efecto, es menester saborear esta confesión sin protocolo ni artificios expresivos: El Salvaje pasó al temor natural de padecer un propio mimetismo con esa mutación ciudadana y poco después, antes de llegar a repudiarse a sí mismo y a su lugar de origen, tomó la determinación de evadirse de aquel universo roto de la aglomeración, con sus falsas idolatrías y las superficiales celebraciones que quitaban energía vital. La crónica invertida de los Paraísos artificiales o sobre la pérdida del Reino, no se detiene en la oposición ciudad/campo cantada y relatada por nuestra literatura clásica, ni tampoco en su representación utópica o distópica. Se trata más bien de la configuración verbal, mental y espiritual de la Casa Dorada que nos cobije, ampare y sustente en una cosmovisión y compulsión de vida.
Por supuesto, el relato urbano se manifiesta en varias piezas extraordinarias. Tenemos los casos de “El ascenso”, el cuento policial “Sólo quedaron los huesos” y, en especial, “La mansedumbre”. El primero es una requisitoria satírica contra el pensamiento y la praxis inherente al universo burocrático. Valiéndose del clima peripatético de las situaciones extremas, se detalla con agudeza rayana en lo agrio cómo la burocracia entumece y pervierte un proceso de cambios sociales y políticos. El ser burócrata amerita una persistencia del despropósito, la abulia y la medianía: Deambulé descorazonado por los pasillos, pero no importaba; ya era jefe. Tenía que preparar un plan más blindado, uno con reales posibilidades de fracaso. Esta vez no fallaría. Mi flamante posición me otorgaba mayores garantías. No podía renunciar así porque sí a mi querida mediocridad, El segundo no peca en la solución del enigma materializado en el caso de suicidio. Responde, al igual que las novelas de Patricia Highsmith, a los recovecos, las obsesiones y la multipolaridad esquizoide del alma de los personajes. El desplazamiento físico y emocional del detective Contreras, no tiene nada que ver con el héroe arquetípico de este género, sino con el ciudadano descoyuntado y confundido que ejerce la represión policial y política, tal como lo canta Rubén Blades en el segundo surco de “Buscando América”: Aún está oscuro / pero huele a mañana, varón. El sonero se explaya en el lenguaje de la angustia, la frustración del occiso asume la condición frágil tanto de su propia osamenta como de los huesos de res que chupó con desencanto. “La mansedumbre” nos entusiasma porque se nos antoja una glosa del cuento “La Realidad Circundante” de Julio Garmendia, llevada a cabo con maestría, respeto y personalidad. El mismo protagonista, Mata, nos describe sin toques melodramáticos su proceso invasivo de envilecimiento: Mientras se apagaban las luces de la casa, me puse a rumiar mi nada circundante. El autorretrato de este atribulado personaje se transforma en un tratado crudo sobre la esclavitud humana y el extravío ontológico. Permítase aquí la irrupción de la poética urbana y autocrítica de Juan Calzadilla: sólo alcancé a arrojar brochazos / que no paraban de decir / que ese al que veía en el retrato / no era yo sino otro. La disolución de la razón fabrica sus ciudadanos autómatas, sus muros sombríos y espacios chillones y ruidosos que acentúan la soledad y la claustrofobia a cambio de una sensación postiza de bienestar: Un asalto de lucidez había abierto un resquicio, quizás no medible en tiempo sino en interdimensionalidad. Pero, aún crédulo y confuso, confirmé que todo estaba bien. Sólo nos resta el llamado luciferino a perdernos en las páginas de libros como éste del amigo Luis Laya, sin excusas ni posposiciones que distraigan el curso placentero y único de la vida bien amada.
En Caracas, territorio recuperado por la compulsión y el desenfado, a los 446 años de su fundación. Miércoles 31 de julio de 2013.