UNA TRILOGÍA POÉTICA DE OSWALDO GONZÁLEZ
José Carlos De Nóbrega
Ilustración: Esaú vende su primogenitura de Hendrick ter Brugghen
Tuve noticia de Oswaldo González Quiñones cuando Carlos Villaverde me había mostrado las galeradas de un volumen suyo de ensayo sobre los judíos sefarditas en América Latina. Años más tarde, en mayo de 2007, una participación suya en una charla que dimos Guillermo Cerceau y yo sobre la obra de Elías Canetti nos permitió conocerlo; la ocasión fue propicia para leer su poesía, pues me obsequió la trilogía poética de la cual vamos a conversar: Canto Rodado (2005), Solidaria Herrumbre (2005) y Abrevadero (2006). No me equivoco al afirmar que es un afortunado y paradójico hallazgo: no hay divorcio entre el poeta y el docente, pues un ejercicio sobrio y significativo de la metodología configura su discurso poético; sí, la metodología en tanto camino crítico que afecta hasta el acto mismo de cepillarse los dientes, tal como él mismo la define con impune soltura. El texto poético se presenta en una escritura precisa e impecable, desprovista de adjetivaciones innecesarias que debilitarían al objeto poético mentado a través de los sustantivos e incluso redondeado por los verbos. Me sugiere la claridad conceptual de Baltasar Gracián, no obstante el estilo barroco con el cual no comulga Oswaldo. Persiste en el inicio peculiar del poema: una primera estrofa a la manera del haiku que se basta a sí misma, no en balde su conexión sólida con el resto del texto; ello en un tratamiento heredado quizá del trabajo del mexicano José Juan Tablada en el libro dedicado a Li Po, publicado en nuestro país a principios de siglo. Veámoslo en este caso: “En ti piedra / detuvo el tiempo / su ala buena”. Luego prosigue el poema: “Tu sueño // de anclaje involuntario / habitado por el vuelo / fue suficiente / para renacer cometa // Pluma y arcilla / en un intento”. Pertenece al poemario Canto Rodado, conjunto de una fuerza juvenil atenta a la sensualidad del entorno; nos conmueve en la transición hacia el canto rodado, pues el impacto de los elementos en la piedra es desgaste pero también cambio que la inscribe en una canción por la vida: “Piedra / que viaja y canta” o mejor aún “piedra / de agua / que sufría / de río”. Por supuesto, no compartimos las críticas adversas a este magnífico libro expresadas en la oscuridad del pseudónimo-hembra, más afín a las hablillas de callejón que al ejercicio responsable de la crítica literaria. A tal efecto, escuchen el poema 20 de Piedra, segunda parte del libro, con los ojos cerrados aguzando el oído, la lengua y el tacto: “Cuando llueva / recogeré una gota / en mi dedo pequeño // Convertiré el arca / de piedra carcomida / en líquida colmena // lloverá sobre / guijarros de aguacero”.
Solidaria Herrumbre apuesta de nuevo por el poema breve, despojado de hueca retórica que procura mentir en el ornamento absurdo y en la futilidad de la filigrana verbal trasnochada. Evidentemente el tratamiento del paisaje, primario e interiorizado, lo enlaza a Canto Rodado: “Hay un verde / que el hombre mira / después su alambre // Ancho y largo / no cuenta el alto / busca encerrarse // Para qué púas / rezonga el viento” –es semejante a la poética paisajística de Carlos Hernández Guerra en la simplicidad y la contundencia del trazo-; sólo que el vigor en la mirada asombrosa del mundo que nos ofrece el primer poemario, da paso a la preeminencia del tema de la soledad patente en el segundo. El poema 44 nos remite al pasajero ebrio de un autobús que resbala peligrosamente en la autopista: “Ella se fue / yo me quedé // Aquí en la lluvia // No dijo adiós / ni dejó papel // Qué hago / si se me muere / la soledad”. La solidaridad con el proletario lo emparenta con el texto de Ledo Ivo referido a la estación o terminal de autobuses: “Verdaderamente los pobres no saben ni morir. / (Tienen casi siempre una muerte fea y de mal gusto) / Y en cualquier lugar del mundo molestan, / viajeros inoportunos que ocupan nuestros lugares / aun cuando vayamos sentados y ellos viajen de pie”. Como se puede ver, en el primero nos marca la ternura mientras que en el segundo nos solidarizamos por vía de la impostura crítica del respingado discurso estúpido de la clase media. Son muchos los monólogos de la voz poética viendo llover sobre el mundo: “Quién / mató al gallo / si está de luna // su voz / que empapa / lajas de altura // Abro la puerta / de par en par / hasta que venga // la noche / del aguacero // sus escalones / llorando frío”. Se naufraga, estragados el cuerpo y el alma, en una casa sola, reducida a cenizas del hastío que manchan la albura de la camisa. Hay otros textos que abordan sin cortapisas el tema de la muerte que desarrollará con mayor amplitud en el libro aún inédito Tierra de Difuntos: “Iba tan solo / pero cayó / desprevenido // Son días / oliendo a muerto // El perro sabe / guarda y espera // porque su amo / leyó en la Biblia / una palabra // resurrección”. Nos retrotrae a Cancerbero custodiando el Hades, por una parte, y por la otra la magnífica tensión del relato La insolación de Horacio Quiroga en el que los perros son testigos aterrados de la muerte del amo.
Abrevadero es un libro muy hermoso, pues remite a la concupiscencia y la saudade de los olores de la infancia. Un homenaje edípico –me confieso militante de este adjetivo-, sentido y delicioso al matriarcado todo rigor con la sazón de la bondad y la abnegación: son los nombres de Adela y María Quiñones y agrego como lector el de Augusta. Degustamos en la memoria los tacones de puta y el caldo de lentejas y la carne guisada en sus implicaciones bíblicas y sefarditas: “Siempre / mi nostalgia llega / oliendo a vainilla // algunas veces a papelón suplicado // cuando la mano / rebozada de tarde / es redondez de canción // en repunte de caldero”. Es comprensible la venta que Esaú hace de la primogenitura apostando a la sensualidad de la boca, el guiso y las lentejas en el tiovivo cariñoso del estómago; ello muy a pesar del ala rozando por siempre la campana en alusión al purgatorio, metáfora terrorista del cura Cacique echada de la casa materna en un dulce exorcismo de clavo y canela. Abrevamos entonces en nuestra educación sentimental primera, la referida al habla vertida en las historias de los abuelos y los padres, sus costumbres, mañas y contingentes modales: “Mi casa infantil / de cúpula verde / erecta sus techos // en riñas de gatos // Tiene aljibe / con edad de abuelo / y risas de primos / moliendo café”. Retomando el tema de la muerte, a la cual se combate por medio de la memoria y la evocación poética, el poema se despoja de una fácil imaginería visual para proferir un desgarrador grito: “El chirrido / es de verja / y camposanto // Tan doliente / que cuelga / en el sollozo // de la tarde” para morderse la cola así “Es chirrido de ataúd tocando fondo”. Sin embargo, María Quiñones, la del rostro severo pintado por otro de sus hijos –Ramón Belisario-, nos ve complacida lidiando con el mundo a punta de palabras amorosas: “Mi madre era aire / anhelando el agua / que esparció terrón // túmulo de espiga // por eso juntó / virutas del tiempo / haciéndonos vidrio / fuego de ocasión”. Nos importa entonces el diálogo franco con la poesía de Oswaldo González Quiñones, no el mercado de libros hipócritas e idiotas que embargan a la mayoría en el autoengaño y la falta de propósito lúdico y placentero en sus vidas.