EL DECAMERÓN DE PASOLINI: ADAPTACIÓN POÉTICA DE UN GRAN RELATO
José Carlos De Nóbrega
¿Quiere decir que en el fondo del despiadado poder
hay un miedo vital, en el fondo de la resignación
un poder misterioso, y feliz, de vida?
Pier Paolo Pasolini, A las campanas de Orvieto.
El Decamerón (1971) de Pasolini va más allá de una correcta adaptación del texto homónimo de Giovanni Boccaccio (1313-1375). Comprende la apertura de la Trilogía de la Vida (las otras dos son Los cuentos de Canterbury, 1972, y Las Mil y una Noches de 1974), ciclo fílmico que consagra y celebra la sensualidad, el erotismo y el sexo en un tono tragicómico, dialógico y visceral. La fiesta no echa de menos, en la impostura de los disfraces y la jerga canalla y popular, la crítica vehemente al discurso del poder: un ejemplo notable de ello es el cuarto episodio del film, el relato del señor villano Cepparello, quien en el lecho de muerte accede al equívoco antifaz de San Ciappelletto (rosario o guirnalda, cuyas cuentas en este caso se rezan a la inversa); el ingenio y la lengua retorcida embaucan el doble y pío discurso religioso, al punto de empalarlo en el ridículo y la sensiblería. Sigamos a tal respecto a Boccaccio: “y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado entre las manos del diablo que en el paraíso”. Dispensando, papalmente o no, lo extenso de la cita, ambos poetas –sin importar el intervalo histórico que los separa- homologan cielo e infierno en la comprensión compasiva, amorosa y crítica de la humanidad. La Dialéctica toca a la Poesía: Pero es en nosotros que el mundo es enemigo del mundo, canta Pasolini a los literatos contemporáneos. Lo apolíneo y lo dionisíaco se segregan en el índice acusador del discurso del poder, no importa que parta del púlpito o de otros aparatos ideológicos del Estado. La Poesía excede la ambigüedad esteticista que esconde contenidos maniqueos; es verbo descarnado que se vincula a la vida, diciéndola con transparencia. El grito libertario es entonces hiperbólico, valga hurgar en la bragueta para sobar y apretar un miembro arrogante y cachondo.
Artista notable e íntegro, Pier Paolo Pasolini (1922-1975) gustó del duelo político y artístico. En el mismo año de producción de El Decamerón, polemizó agriamente en prosa y verso con Eugenio Montale por su libro Satura: “Todo Satura es en el fondo un pamphlet antimarxista”; en el poema Lares Italianos no da menos cuartel: “Al inventarse un mote / la única espera infructuosa, en cuanto a poesía, / habrá sido la de Jakobson: / te hiciste portavoz de la burguesía, / con Saragat y el Maligno por escolta”. No podemos obviar la disputa con Eric Rohmer, el cine de poesía versus el cine de prosa: Censuraba en el de prosa la sujeción de todos los “elementos irracionales, oníricos, elementales y bárbaros” al imperio apolíneo de la conciencia; por lo que la propuesta poética rescataría la humanidad del objeto cinematográfico apoyándose en el monólogo interior, la personalidad del estilo y el subjetivismo lírico en el abordaje de los conflictos políticos, sociales y morales. El Decamerón, no obstante su fidelidad al texto de los cuentos adaptados, se va plasmando en el celuloide de la mano del maestro Giotto (encarnado y poseído por el director de Bolonia), a la manera de un gran fresco del mundo medieval que inicia su tránsito al capitalismo. Se desmitifica la vista cenital del artista que abarca el mundo de guisa supraterrenal: el gag físico le otorga ternura a la compulsión de Giotto por su trabajo artístico; además del homenaje a Chaplin (que se repetirá en Los Cuentos de Canterbury con un inolvidable Ninetto Davoli), Pasolini nos acerca al arte en tanto celebración conmovedora de la vida y la belleza del cuerpo en el acto amatorio: al finalizar el mural y el film, la dupla Giotto / Pasolini exclama en un suspiro esta frase feliz y orgásmica: ¿por qué realizar una obra cuando es tan bello sólo soñarla? El director vive un momento feliz, paradójicamente como antesala a su muerte violenta en 1975, poco después de finalizar el rodaje de Saló o los 120 días de Sodoma. Es la trágica transición del Cantar de los Cantares al Apocalipsis hecatómbico que cierra su gran obra literaria y cinematográfica.
El sueño es el motivo que preside toda la película: Giotto sueña una composición en honor de la virgen María, desde un plano general al close up de su hermosísimo rostro, con coros de ángeles y querubines a su diestra y siniestra, y bajo sus pies el purgatorio y el infierno entre la contrición y la atrición de quienes han sido arrojados al llorar y al crujir de dientes; el malogrado Tingoccio se le aparece en sueños a su carnal Meuccio, advirtiendo que el sexo no es un pecado que acarree quemarse el culo ni las pestañas con fuego eterno, hielo o mierda; en uno de los episodios más poéticos de la película y el libro, Lorenzo le indica a su amada Isabetta dónde enterraron su cuerpo los asesinos, de manera que su cabeza serviría de cántaro y abono a una bien olorosa y llorona mata de albahaca salernitana, regada de lágrimas y agua de rosas. La muerte de la muchacha por amor justifica el canto popular por Eros: Quién sería el mal cristiano /que el albaquero me robó; y viene el contrapunteo nuestro: Yo soy el árbol / conmovido y triste / tú eres la niña / que mi tronco hirió. / Yo guardo siempre / tu querido nombre / y tú qué has hecho / de mi pobre flor. Evidentemente, Pasolini coincide con Edgar Morin: “Sin embargo, la originalidad revolucionaria del cine es el haber disociado y opuesto, como dos electrodos, lo irreal y lo real. Méliès realizó la primera escisión. Un universo mágico entró en contradicción con el universo objetivo. Lo fantástico se opuso a lo documental. Fantástico y documental, apartándose y derivando uno del otro, descubrieron un teclado intermedio que permitía todas las combinaciones” (El Cine o el Hombre Imaginario). Por lo que los Grandes Relatos no se agotan nunca (desdichados Fukuyama, Emeterio y su cohorte vindicatoria de piratas y mercaderes protestantes); la revolución socialista persiste muy a pesar de la ortodoxia stalinista de ayer y hoy, lo mismo ocurre con el surrealismo de Buñuel y César Moro –por ejemplo- en contraposición al templo construido por el ego de Breton y los excesos infames de Dalí. De la protesta y militancia política de películas como Accattone y Mamma Roma, el poeta y director toma como pretexto la puesta en escena de El Decamerón no sólo en tanto redescubrimiento de un clásico, sino básicamente la recreación nostálgica de un pueblo ideal, flaco de hambre y precario en cuanto a la conciencia política; se trata de aprehender poéticamente la infancia y la adolescencia en toda su concupiscencia, despreocupación y romance. Para Canetti, el acuclillarse representa la posición contemplativa por excelencia y el desprendimiento de ataduras externas; nuestro maestro Giotto dispone así su cuerpo para acometer y revisitar el fresco en la Iglesia de Santa Clara que tanto le obsesiona. La pulsión del arte por la vida no implica amasar fortuna, ni manipular al prójimo, ni tampoco ser el terco corifeo de las masas esnobistas y desconsoladas. Todo estriba en el trabajo cotidiano, lúdico y placentero bajo una atmósfera comunitaria. El muro muta en la pantalla sobre la cual se proyectan sus sueños más recurrentes. El vino lo confundirá con sus amigos y ayudantes en un jolgorio de amor místico: participan en el rodaje habitantes de Napoles que hacen uso de su dialecto amén de entonar y silbar su música más autóctona y antigua. Poco importan los harapos anónimos, siempre que los bendiga la lluvia.
Pasolini porfía y apuesta por la modernidad de la propuesta narrativa de Il Decamerone: Giovanni Boccaccio es su y nuestro contemporáneo más simpático, travieso y pícaro. Destaca Segundo Serrano Poncela de este corpus el anticlericalismo, el realismo en cuanto a mostrar a los seres humanos en la ausencia del deber ser, del maniqueísmo y de los cánones de corte moralista: “Esto es, ya, moderno, como lo es su propensión a hacer aparecer la virtud como algo inverosímil, inalcanzable y en ocasiones estúpido, y su exaltación del goce de los sentidos”. La astucia de Masetto de Lamporecchio le permitió lidiar con los ardores de las monjas en el huerto y en sus celdas, engendrando monaguillos a granel por los cuales no respondería esquilmando su fortuna: de tal modo amó Dios al mundo sensual, que permitió que su hijo unigénito Cristo tratara así “a quien le ponía los cuernos sobre la guirnalda”. Nazarín sería entonces la némesis de este mentiroso y falso santo, valga este emparejamiento con Las Celestiales de Miguel Otero Silva: A San Roque y a su perro / los conozco desde lejos: / al perro por lo sarnoso / y al santo por lo pendejo. Sigue impenitente el puente cómplice e intertextual: en la novela Beso de Lengua de Orlando Chirinos, Sancho Panza va del timbo al tambo, del Cándido de Voltaire al Decamerón inundado de historias que tejen una red ebria y juguetona, entonces Alguien lo saludó como Boccaccio. Independientemente del lugar en donde nos guarecemos del diluvio, la peste, la desilusión ideológica o –peor aún- el sol libertario por obra y gracia del poder que pretende taparlo con el referido índice inquisidor y represivo, el placer de contar una historia y compartirla con otros en un espíritu solidario y comunitario bien vale la pena experimentar hasta el tuétano.
Valencia de San Desiderio, 2 de febrero de 2008.
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