Sunday, April 05, 2015

LAS POESÍAS DE SANTA TERESA DE JESÚS. José Carlos De Nóbrega

LAS POESÍAS DE SANTA TERESA DE JESÚS
José Carlos De Nóbrega

A Monseñor Romero, en los 35 años de su martirio.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582), sin aparente intencionalidad estética, incursionó en diversos géneros literarios: la poesía mística en prosa [Las Moradas] y en verso, el diario de viajes [Libro de las Fundaciones], la autobiografía [Libro de la Vida] y el ensayo [Conceptos del amor de Dios sobre algunas palabras de los Cantares de Salomón]. Nos identificamos con su obra literaria más allá de sus implicaciones religiosas, por supuesto, a contracorriente de la burocracia episcopal y de la Inquisición. Se abraza con fuerza al evangelio del amor predicado por Cristo que desdice al conservadurismo cardenalicio, la salvaguarda avara de las riquezas y su discurso de Poder. No creemos que sus “Poesías” sean parte de una obra menor, sino una humilde y deliciosa prolongación de sus libros capitales.

A propósito de su Quinto Centenario que se cumple el sábado 28 de marzo de 2015, es menester releer su obra y la de sus coetáneos San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, en el reencuentro de la llama viva de su poesía y la militancia cristiana auténtica. La dulzura del habla mística y ferviente, afín a lo festivo, nos reivindica en la esterilidad y el doble discurso del episcopado venezolano que se oponen a Santa Teresa, voz paladina que sazona con la conversación cotidiana una propuesta poética del Decir. Valga como pretextos el diálogo ecuménico o la chirriante discusión que involucra a un budista del camino del diamante, un ateo y un anarco-teísta.

La poesía en verso de Santa Teresa de Jesús coquetea con la inefable experiencia mística y una épica cristiana comprometida. No sorprende que el estribillo persiga tanto la armonía musical como la recreación proverbial de las atmósferas propias del Amor que el Alma le tributa a Cristo, el esposo apetecido por el lenguaje llano. La oración constituye no sólo un acto de fe sino una instancia de celebración permanente. Se establece no sólo un diálogo con “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz y, por ende, con el “Cantar de los Cantares” de Salomón, sino también con las raíces mismas de la literatura española: las jarchas mozárabes, su arista lírica. En “Vivo sin vivir en mí”, el juego lúdico del barroco se nos muestra complejo, revelador y paradójico en correspondencia con el idilio provisto por la inteligencia mística: “Vivo ya fuera de mí, / después que muero de amor, / porque vivo en el Señor, / que me quiso para sí: / cuando el corazón le di / puso en él este letrero, / que muero porque no muero”. La poeta también apuesta con una simplicidad sin par por himnos militantes como “Hacia la Patria” o “Abrazadas a la Cruz”, este último de un tenor marcial que emparenta a las Carmelitas Descalzas con la Orden Jesuita, ello en la esencia combativa de la Contrarreforma. La Trova sorprendente se pasea por la recreación balbuceante del éxtasis místico patente en Las Moradas [cuyo Castillo interiorizado nos remite a Sade y a Kafka], los villancicos [Pastores que veláis y Al Nacimiento de Jesús], las canciones emblemáticas de la orden carmelita y, en especial, el coloquio amoroso entre Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

“Ayes del destierro” es una endecha conmovedora, cuya cadencia y saudade vinculan la anécdota terrena o peripatética y el éxtasis en Amor místico superlativo, lo que traducido en voz de San Juan de la Cruz es ‘adamar’ o amar mucho. El destierro es sinónimo de la desadaptación al medio, lo cual trae consigo la disconformidad de la voz poética que se encarnará luego en el Quijote de Cervantes o el Nazarín de la dupla Pérez Galdós-Buñuel: “¿Quién es el que teme / la muerte del cuerpo, / si con ella logra / un placer inmenso?”. La fusión incendiaria de Dios y el alma, a la luz de la poesía de todos los tiempos, recurre al orgasmo sexual como una analogía aproximativa a la anulación del ego. Coincidiendo con Auden, el éxtasis místico y el amor erótico no son idénticos. Por supuesto, leer la sensualidad de la escultura de Bernini con ojos caníbales, nos conduce al estremecimiento revulsivo y concupiscente. Santa Teresa no sólo sufrió el acoso inquisitorial y la incomprensión de la nomenclatura católica, sino incluso la intermediación de pésimos correctores y censores [es el caso del padre Gracián, cuyos yerros fueron revertidos por Fray Luis de León en una cuidadosa edición de Las Moradas].

Encontramos dos curiosos textos poéticos dedicados a la circuncisión con su sangre vertida y su llanto infantil derramado al punto: El ritual terrorista que sacude la condición de pecado desde el inicio, al cual se contrapone el amor maternal. El habla se convierte en una contra o un mantra que provee un bálsamo amoroso: “¿Tú no lo has mirado, / que es niño inocente? / -Ya me lo han contado Brasillo y Llorente. / Gran inconveniente / será no amarle, / ¡Dominguillo, eh!”; o la simbología inmanente en el rito que simula a su vez las calamidades de la existencia: “Vino del cielo a la tierra / para quitar nuestra guerra; / ya comienza la pelea, / su sangre se está derramando. / Mírale, Gil, que te está llamando”. Parafraseando la apología de Fray Luis de León, la poesía de Santa Teresa compone asombrosas y ardientes canciones de Amor con la elegancia y la inmediatez del habla castellana del siglo XVI. Responde decidida y obcecadamente a la frase “No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho”, eso sí, en la contradicción que implica la dispersión atormentada del alma, la cual coincidió con el desmembramiento de su propio cuerpo (al igual que el de su amigo San Juan de la Cruz) a merced de los fines inconfesables de los mercaderes de reliquias y fetiches religiosos. A nuestros poetas místicos hay que leerlos en Carnavales que excitan más que la Cuaresma.

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