ELOGIO A TRES VIEJOS AMIGOS
José Carlos De Nóbrega
Hace un año me despedí de tres amigos de mi adolescencia escurridiza que va y viene impune: Cheo Feliciano, Gabriel García Márquez y Mayra Alejandra. Tres muertes que comprendieron causas disímiles: el accidente de tránsito que incrustó al primero en un poste de concreto, la severa afección respiratoria del Gabo que lo despegó por fin del mal del sueño y el cáncer terminal que apagó el shock postraumático inducido vía TV a la desdichada y acartonada Leonela. Sin embargo, la nostalgia, además de la cruel y traviesa Providencia, los emparentan en ese concierto barroco y maravilloso que es la cultura popular y literaria de América Latina.
La voz tierna y viril de Cheo Feliciano nos acompañó desde la devota sintonización de Radio Aeropuerto, enclave de la Salsa en la Venezuela de los setenta. Recordamos su estilo inigualable, gallardo y heredero de Tito Rodríguez, Joe Cuba y Eddie Palmieri tanto en la tesitura aterciopelada del bolero como en el tenor salvaje y montuno de la guaracha y el sonido boogaloo: “El Ratón”, “El Pito”, “Busca lo tuyo”, “Amada Mía” y “Delirio” así lo ratifican cada vez que la aguja o el láser lamen el acetato o el CD para complacer los oídos y el corazón. Si de yuntas se trata, es histórica la simbiosis perfecta de Feliciano y “Tite” Curet Alonso: “Anacaona”, “Naborí” y “Los Entierros de mi pobre gente pobre” son hitos indiscutibles del Repertorio Latinoamericano en virtud de su poesía sentida, conmovedora y solidaria con las causas contestatarias de nuestros pueblos. Desprovisto de los alardes mediáticos propios de lo políticamente correcto, Cheo adversó la Guerra de Vietnam y el aislamiento con el que aún pretenden los corsarios protestantes oprimir a Cuba por mampuesto. Él fue desde siempre amigo de nuestro país, bien sea en compañía de Tito Rodríguez, La Fania All Stars o la Rondalla Venezolana. Su presentación en PDVSA La Estancia, a propósito del Festival de Boleros en 2012, nos reconcilió con sus mejores días, esta vez echando un pie con Cocó, su mujer bien amada, sazonada la noche con los estupendos arreglos del profesor Luis García.
Qué decir del Gabo, cuando aparentemente todo está dicho y llueve sobre mojado para bien o para mal: En la indecente apreciación de este narrador y ensayista compulsivo, constituye mi primera referencia literaria: Ambos estamos conscientes de que sólo servimos para escribir con la mollera, el corazón y las tripas. Si “La Hojarasca” me trajo a Macondo con su tropical calor pegajoso, sus supersticiones y miedos míticos [no en balde los 14°C de la Caracas de entonces aparejados con los ardores púberes], “Cien Años de Soledad” supuso una revelación asombrosa, esto es la literatura como apertura y cierre de la Totalidad contingente y discontinua que nos abraza, bandada de múltiples voces entrecortadas que recoge y desparrama en la recreación del oprobioso mundo amado, los amores no correspondidos y las causas inauditas a defender que sólo delatan nuestra inconformidad y desadaptación. He de confesar que obtuve más plata escribiendo trabajos diferentes sobre ambas novelas para mis flojos condiscípulos, que la que me deparaban las dupletas hípicas con las que recorría La Pastora en Caracas o Tarapío y Caprenco en Valencia de San Desiderio. Como pueden constatar, de ahí viene esta terca pasión por las palabras que tan sólo busca ensayar junto a ustedes una conversación sobre los autores que nos gratifican y honran en el juego bifronte del lenguaje. No nos caigamos a embustes: Soy un cronista mercenario de estos días sin dispensación, flaco de hambres y hambriento de amores como el protagonista de “Memorias de mis putas tristes”, una de sus novelas más simpáticas y enternecedoras. ¿Cómo no reencontrarme con García Márquez en el realismo poético de “Apuntes y congojas de una decadencia novelada en tres muertes” de Doña Ana Enriqueta Terán, o las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia recreadas por Billo, o ese homenaje vitalísimo de Rubén Blades y Seis del Solar que es “Agua de Luna”? Pese al terror compartido con Salvador Garmendia en cuanto a revisitar las páginas de las monstruosas novelas que cautivan la memoria, me resta abrevar en el río magnífico de “Cien Años de Soledad”, pues los condenados de la Tierra siempre forjan sus oportunidades de redención con maniático denuedo. No nos importan las lecturas descontextualizadas, escuálidas y reaccionarias de Diomedes Cordero y Héctor Espinoza que fracasan en escatimar la maestría del Gabo. Tampoco cuenta que “Las Venas Abiertas de América Latina” de Galeano aún aguarden a un lector desmemoriado como Barack Obama. Se reencuentran Roque Dalton y Danton en el despropósito converso y predatorio de sus asesinos.
Mi aversión por las teleculebras a lo Delia Fiallo no me alejó de Mayra Alejandra, por el contrario, excitó mi febril sensibilidad e inclinación por las guarichas, hembraje avasallador y pardo no mediatizado por la miopía misógina de Osmel Sousa y sus viles cómplices mediáticos. Sabotear esperpentos dramáticos como “Leonela” fue un oportuno pretexto para importunar al matriarcado amantísimo de mi casa, zanjando brechas generacionales y eludiendo el rigor de la correa o la chancleta airada. Sin embargo, el morbo patente en el tratamiento cursi del tema de la violación y el increíble ascenso social del violador, le imprimió un toque extraño y paradójico a las húmedas ensoñaciones eróticas de entonces: chupar los grandes pezones de bondadosas papayas, perderse en esos ojos negrísimos de muchacha broncínea. Nos simpatizaba más, por supuesto, la Carmen fogosa que encarnó en la película de Chalbaud, o la impúdica Barbarita agarrada del brazo de Cabrujas en la pista de un circo.
Estimado trío que se asomó a mi pubertad: ¡Buen Viaje, Familia! Sus cenizas se sumergirán en las aguas cálidas de los ríos, el bramar de las cataratas y la saudade que trae consigo las lluvias de mayo.
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