LA CIUDAD NOVELADA O DE LA SUAVE LLUVIA DEL PIANO.
José Carlos De Nóbrega.
Hay una hora en que la ciudad comienza a cerrarse
y todos echan llave a las puertas
y el comercio baja las cortinas
y la ciudad se tuerce al ruido
de infinitos candados
Sergio Quitral.
“La Ciudad Novelada”, del poeta guanareño José Joaquín Burgos, es un tórrido territorio cruzado de punta a punta por garúas y lluvias que tercas persisten en un desvelo transparente. No es impenitente holgura, de nuestra parte, destacar lo bien enhebrada que es su poética prosa, ajena a la mezquindad de vacuos y risibles experimentos lingüísticos. Se pasea placentera y lúdica en la recreación intertextual de los clásicos –festiva, irónica, pero asertiva y respetuosa-. “Historias”, a tal respecto, constituye un magnífico introito anarquista y tabernario que desacomoda el comprimido soporte virtual: “¿No puede el doctor Luzardo irse por internet, o aparecérsele a Edmundo Dantés en su computadora, o llamarlo por teléfono, identificársele y ponerse ambos de acuerdo para verse donde Margarita, o para metérsele, como quien no quiere la cosa, a don Miguel de Unamuno en un capítulo de Niebla, o para tertuliar un rato con los tres mosqueteros y con Dartañán... ?” Más adelante la lectura insomne de los clásicos agarra por la calle del medio, tomando por asalto la ciudad asombrada en el enmascarado discurso novelístico: “Que le diga que es posible, porque esos personajes, llámense como se llamen, y sean quienes sean, de cualquier lengua, de cualquier lugar y de cualquier tiempo, están en todas partes... aquí mismo, con nosotros, en la calle, en las casas, en los sueños, en las pesadillas, metidos entre la gente ... ¿qué de raro tiene que un día se reconozcan, se saluden, se inteligencien y se pongan de acuerdo... o se odien y se jodan? Al fin y al cabo ellos son los únicos que siguen viviendo y gozando con nuestras pequeñeces y con nosotros mismos, que de generación en generación los vamos haciendo eternos”. O en trazos gruesos e impresionistas, por las fantasmagorías que convoca, compone el paradisíaco enclave de la nostalgia amparada en la saudade, sin aristas de almibarada afectación; y qué de la inmemorial fusión maravillada de la oralidad suburbial y el juego de espejos que es la auténtica literatura, hacer y ars poéticos que jamás han pontificado abisales brechas clasistas entre lo culto y lo popular. El estilo narrativo de Burgos es, amén de la poesía que sin duda permea, polifónico, crudo, franco y conmovedor. Incluso transgenérico: En muchos de los cuentos se amalgaman los géneros en un discurso plácido, pleno de las idas y vueltas del contingente tiovivo (en “Moby Dick”, la reseña ensayística a una conferencia del poeta Rómulo Aranguibel sobre Melville, en tono de crónica, es el pretexto narrativo para pintar al Capitán Acab a la luz de un campamento circense improvisado en la plaza pública –por lo que la alusión a Mijail Bajtin no nos parece accidental-). El denso y popular torrente de la oralidad latinoamericana (valenciana, guanareña o bonaerense, da igual) se desborda a lo largo de este apretado y afortunado volumen. "Volver" es un cuento con la ardentía de la Buenos Aires hablada y saboreada en el mate, el tango y la milonga. La lengua ennoblece y rescata del mediático olvido a un indigente Gardel, deshilachado y descoyuntado el mito en una andanza errante y sin fin. En la Valencia del Rey, preferiblemente de San Desiderio como lo novelaba y ensayaba Slavko Zupcic, todavía se cree que el Morocho del Abasto merodea los bares de la ciudad en un nuevo exilio que desmiente su muerte trágica en Medellín, recostando su manoseada humanidad en la rocola clásica, la de los acetatos de 45 rpm. No en balde, Jorge Luis Borges –satisfecho por ser testigo de unos toros coleados que vislumbró en su ceguera homérica- y un grupo de poetas venezolanos (Rafael Simón, Héctor Gustavo y José Joaquín) conversan, liban aguardiente y churrasquean en la acechanza cuchillera de Don Segundo Sombra sin importar la milagrosa irrupción de la garúa que devendrá en aguacero postdiluviano.
Después de la sobremesa, mientras la ciudad escampa y se escurre, José Joaquín retará a Don Segundo a una partida cantarina en las máquinas tragaperras del establecimiento que simula una posada asturiana. Nuestras apuestas se centran, por supuesto, en el de Guanare y el solar valenciano.
Caracas, Parque del Este, sábado 18 de noviembre de 2006.
José Carlos De Nóbrega.
Hay una hora en que la ciudad comienza a cerrarse
y todos echan llave a las puertas
y el comercio baja las cortinas
y la ciudad se tuerce al ruido
de infinitos candados
Sergio Quitral.
“La Ciudad Novelada”, del poeta guanareño José Joaquín Burgos, es un tórrido territorio cruzado de punta a punta por garúas y lluvias que tercas persisten en un desvelo transparente. No es impenitente holgura, de nuestra parte, destacar lo bien enhebrada que es su poética prosa, ajena a la mezquindad de vacuos y risibles experimentos lingüísticos. Se pasea placentera y lúdica en la recreación intertextual de los clásicos –festiva, irónica, pero asertiva y respetuosa-. “Historias”, a tal respecto, constituye un magnífico introito anarquista y tabernario que desacomoda el comprimido soporte virtual: “¿No puede el doctor Luzardo irse por internet, o aparecérsele a Edmundo Dantés en su computadora, o llamarlo por teléfono, identificársele y ponerse ambos de acuerdo para verse donde Margarita, o para metérsele, como quien no quiere la cosa, a don Miguel de Unamuno en un capítulo de Niebla, o para tertuliar un rato con los tres mosqueteros y con Dartañán... ?” Más adelante la lectura insomne de los clásicos agarra por la calle del medio, tomando por asalto la ciudad asombrada en el enmascarado discurso novelístico: “Que le diga que es posible, porque esos personajes, llámense como se llamen, y sean quienes sean, de cualquier lengua, de cualquier lugar y de cualquier tiempo, están en todas partes... aquí mismo, con nosotros, en la calle, en las casas, en los sueños, en las pesadillas, metidos entre la gente ... ¿qué de raro tiene que un día se reconozcan, se saluden, se inteligencien y se pongan de acuerdo... o se odien y se jodan? Al fin y al cabo ellos son los únicos que siguen viviendo y gozando con nuestras pequeñeces y con nosotros mismos, que de generación en generación los vamos haciendo eternos”. O en trazos gruesos e impresionistas, por las fantasmagorías que convoca, compone el paradisíaco enclave de la nostalgia amparada en la saudade, sin aristas de almibarada afectación; y qué de la inmemorial fusión maravillada de la oralidad suburbial y el juego de espejos que es la auténtica literatura, hacer y ars poéticos que jamás han pontificado abisales brechas clasistas entre lo culto y lo popular. El estilo narrativo de Burgos es, amén de la poesía que sin duda permea, polifónico, crudo, franco y conmovedor. Incluso transgenérico: En muchos de los cuentos se amalgaman los géneros en un discurso plácido, pleno de las idas y vueltas del contingente tiovivo (en “Moby Dick”, la reseña ensayística a una conferencia del poeta Rómulo Aranguibel sobre Melville, en tono de crónica, es el pretexto narrativo para pintar al Capitán Acab a la luz de un campamento circense improvisado en la plaza pública –por lo que la alusión a Mijail Bajtin no nos parece accidental-). El denso y popular torrente de la oralidad latinoamericana (valenciana, guanareña o bonaerense, da igual) se desborda a lo largo de este apretado y afortunado volumen. "Volver" es un cuento con la ardentía de la Buenos Aires hablada y saboreada en el mate, el tango y la milonga. La lengua ennoblece y rescata del mediático olvido a un indigente Gardel, deshilachado y descoyuntado el mito en una andanza errante y sin fin. En la Valencia del Rey, preferiblemente de San Desiderio como lo novelaba y ensayaba Slavko Zupcic, todavía se cree que el Morocho del Abasto merodea los bares de la ciudad en un nuevo exilio que desmiente su muerte trágica en Medellín, recostando su manoseada humanidad en la rocola clásica, la de los acetatos de 45 rpm. No en balde, Jorge Luis Borges –satisfecho por ser testigo de unos toros coleados que vislumbró en su ceguera homérica- y un grupo de poetas venezolanos (Rafael Simón, Héctor Gustavo y José Joaquín) conversan, liban aguardiente y churrasquean en la acechanza cuchillera de Don Segundo Sombra sin importar la milagrosa irrupción de la garúa que devendrá en aguacero postdiluviano.
Después de la sobremesa, mientras la ciudad escampa y se escurre, José Joaquín retará a Don Segundo a una partida cantarina en las máquinas tragaperras del establecimiento que simula una posada asturiana. Nuestras apuestas se centran, por supuesto, en el de Guanare y el solar valenciano.
Caracas, Parque del Este, sábado 18 de noviembre de 2006.
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