EL NUEVO PRINCIPADO DE LAS AMÉRICAS ESTÁ EN VALENCIA, LA DE SAN DESIDERIO
A Rafael Humberto Ramos Giugni, hijo.
Quienes escandalizan con el espanto de comunismos y socialismos, debieran apartar cita con el oftalmólogo. Miguel Ángel Campos en entrevista concedida a El Nacional, lunes 9-10-2006.
Hará cerca de veinte años que habíamos considerado la posibilidad de hallar el nuevo Principado de las Américas en Valencia de San Desiderio. Por supuesto, en la víspera de lo finisecular, ello se justificaba en la insurgencia del Príncipe que predicaría la ruptura de los paradigmas y valores impuestos a partir de la Guerra Fría: el liberalismo capitalista y el socialismo. No fue la Tercera Vía de Tony Blair (tal como muchos incautos pensarían recientemente), laborista de testosterona mucho más consevadora que la de Margaret Thatcher (en un video polémico, el ex – Wham George Michael demostró la afinidad electiva y obscenamente libidinosa entre el Premier británico y un estrábico mental George W. Bush). Casi se me enreda la cinta que registra el concierto de Rush, A Show of Hands, en medio de la canción Subdivisions: El trío canadiense atacando con su concepción progresiva del rock; la antitética batería precisa y salvaje de Neil Peart, el subyugante punteo del bajo de Geddy Lee y las descargas eléctricas y contingentes de Alex Lifeson en la guitarra. Por fortuna, el daño apenas es percibido por el oído humano. A falta de una presentación de la banda en el país, el Príncipe y yo nos encargábamos de la logística y el montaje del concierto en el campito de Guaparo: minicomponente Sharp, marihuana, rolling papers y botella de escocés tumbada a su padre y poeta de las Estancias, bajo la mirada calmada de Rambo, un doberman algo pasado de peso en tanto metáfora jadeante de la Venezuela Saudita. El príncipe, en el arrebato del red point, desarrollaba una muy vivaz y furiosa homilía sobre una de las canciones de Rush (Time Stand Steel), entrecortando y modulando la voz en la aspiración de la verde vulva de Mary Jane: Un mundo futuro gobernado por las computadoras que se ata el escándalo a una piedra de molino, cuando uno de sus desnudos esclavos se topa con una guitarra eléctrica, naif hallazgo arqueológico de una era pretérita. ¡Mira, maquinita marica, oye como suena!, admonición y grito libertario que atentan contra el sistema operativo de los amos electrónicos. La simulación de tocar la guitarra arqueando el cuerpo en espasmos repentinos, formaba parte de la liturgia y no de los accesos juveniles en pos de un no sé qué. Abominaba del Prozac en la vindicación de dos productos latinoamericanos de exportación: la marihuana y la cocaína. Al igual que los narcocorridos norteños, apostaba por una narcótica cruzada de resonancias veterotestamentarias que entumeciera a la juventud norteamericana para así roer los cimientos del Imperio. Así se adelantaba al caos que significó la implementación del tratado libre de comercio entre México y Estados Unidos en tiempos de Carlos Salinas de Gortari.
Umberto X/Y/Z., para entonces estudiante de derecho y surfista por vocación y sublimación poéticas, empezó su ministerio por los predios de la Plaza Montes de Oca, buscando hacer prosélitos en el norte de la ciudad. Incluso la estatua broncínea del cura fusilado por los nazis llegó a sostener un tabaco de marihuana o bazuco, como si fuese el sagrado candelabro que iluminara sus innumerables sermones, plenos de metáforas herméticas. Al llamado se habían sumado sus más importantes discípulos: Elio Dillon, Canito, Canuto, el policía Alberto (lector atolondrado y desprevenido de Dostoyevski, pues apenas había memorizado su resumen biográfico) y el gordo Dagoberto. Yo, tan sólo me limitaba al rol sociológico de la observación (eso pensaba, con mis pulmones full ganya ). Tiempo después, extendió su palabra a un Mañonguito partido en dos por un río podrido. Pensábamos entonces que se quebrantaba la confrontación de clases; la salvación individual trocaba en incluyente salvavidas que amalgamaba antípodas en colectiva función reivindicativa. Por ejemplo, siguiendo la escuela de los cínicos, ebrio y alebrestado por Mary, la de los ojos verdes, demostró a los clientes de la Cachapera Santo Niño de Atocha que más valía disfrutar el ahora cagándose en el materialismo: el de la boca, el del güiro, el del ardor genital y el del culo. Las cachapas volaban perforando los techos de zinc a la manera de una lluvia apocalíptica, la vida era una danza epiléptica y concupiscente sin diques mezquinos que la contuvieran. Ocurrencia del portento gastronómico y meteorológico, mientras este investigador dormía aturdido por el perico y el ron a las puertas de un rancho infernal, con el miedo a ser acuchillado por su dueño y arrojado al río oscuro y miserable en donde cagaba y meaba el barrio entero. Para mi seguridad, el Príncipe había apostado al Caimán fumando bazuco un poco más allá, con una treinta y ocho guindando del cinturón. Otra de las hazañas del Señor X/Y/Z, así le mentaban sus acólitos, era la de derribar paredes a patadas para zanjar disputas y controversias entre las diversas escuelas filosóficas que engendró y esparció por la mustia ciudad. Las artes marciales secretas las aprendió junto a Carlos Zerpa en la Pagoda Gnóstica-Lírica-Épica del Maestro Edgardo, ubicada a prudencial distancia de los territorios tomados por las FARC y los paracos en Colombia.
El manejo, dispensen, la guiatura del Príncipe respecto a sus discípulos se basaba en una acertada asignación de las responsabilidades a cada quien. Por ejemplo, Canito y Canuto se encargaban de los suministros de boca y nariz, alimenticios, etílicos y enervantes. Ello a través de todas las vías posibles: la mendicidad trapense, el robo o la sodomía. Recuerdo que ambos se habían jactado en mis narices de haber comerciado su carne a la lascivia del indostano dios Valooch, transfigurado en un vampiresco barman del Bar Constitución, de cuyo baño se decía que era el proveedor más seguro de enfermedades venéreas en el sur de la ciudad. Pocos minutos después, encontré al Príncipe junto a tres de sus coetáneos del Guaparo Country Club bailando al son de Wilfrido Vargas: Ay, ay, ay Wilfrido... Dame un tabaquito que me voy a morir. Agradecían con un merenguero salmo sacrosanto el sacrificio de ambos hermanos en aras de la configuración del esquizoide nirvana. La fidelidad de Canito perdería el piso, cuando nuestro egregio líder lo entregó a su padre y a la policía por treinta mil bolívares, simulando mediar en el ficticio secuestro del chico que casi excedía un año. Callé la traición en la borrachera y las descocadas alucinaciones de la amapola haciendo añicos conciencias y culpabilidades que se entrecortan entre sorbo y sorbo.
Tomando una avergonzada distancia, me he enterado que el Príncipe de las Américas rehusó de plano la amarga jícara del sacrificio. Al pie del versículo consagratorio de su posible santidad heroica, huyó empapado de gasolina cuando el Caimán, su panadería del alma, con una tea encendida –un yesquero Zippo para más señas- pretendía hacerse la justicia del macho cornudo. La negra Teresa se dejó montar por la labia escatológica y surfista de Umberto, con la promesa de una Nueva Jerusalem asentada en las playas de Malibú. El ministerio se habría vuelto pedazos en un común y corriente lío de faldas, quedando la decepción plantada en los corazones anarquistas, perdido el tranvía que se abriría paso en el ya trunco curso de la historia venezolana. Seguimos siendo víctimas de sus ciclos caprichosos y de la conformidad ante los eternos retornos.
A Rafael Humberto Ramos Giugni, hijo.
Quienes escandalizan con el espanto de comunismos y socialismos, debieran apartar cita con el oftalmólogo. Miguel Ángel Campos en entrevista concedida a El Nacional, lunes 9-10-2006.
Hará cerca de veinte años que habíamos considerado la posibilidad de hallar el nuevo Principado de las Américas en Valencia de San Desiderio. Por supuesto, en la víspera de lo finisecular, ello se justificaba en la insurgencia del Príncipe que predicaría la ruptura de los paradigmas y valores impuestos a partir de la Guerra Fría: el liberalismo capitalista y el socialismo. No fue la Tercera Vía de Tony Blair (tal como muchos incautos pensarían recientemente), laborista de testosterona mucho más consevadora que la de Margaret Thatcher (en un video polémico, el ex – Wham George Michael demostró la afinidad electiva y obscenamente libidinosa entre el Premier británico y un estrábico mental George W. Bush). Casi se me enreda la cinta que registra el concierto de Rush, A Show of Hands, en medio de la canción Subdivisions: El trío canadiense atacando con su concepción progresiva del rock; la antitética batería precisa y salvaje de Neil Peart, el subyugante punteo del bajo de Geddy Lee y las descargas eléctricas y contingentes de Alex Lifeson en la guitarra. Por fortuna, el daño apenas es percibido por el oído humano. A falta de una presentación de la banda en el país, el Príncipe y yo nos encargábamos de la logística y el montaje del concierto en el campito de Guaparo: minicomponente Sharp, marihuana, rolling papers y botella de escocés tumbada a su padre y poeta de las Estancias, bajo la mirada calmada de Rambo, un doberman algo pasado de peso en tanto metáfora jadeante de la Venezuela Saudita. El príncipe, en el arrebato del red point, desarrollaba una muy vivaz y furiosa homilía sobre una de las canciones de Rush (Time Stand Steel), entrecortando y modulando la voz en la aspiración de la verde vulva de Mary Jane: Un mundo futuro gobernado por las computadoras que se ata el escándalo a una piedra de molino, cuando uno de sus desnudos esclavos se topa con una guitarra eléctrica, naif hallazgo arqueológico de una era pretérita. ¡Mira, maquinita marica, oye como suena!, admonición y grito libertario que atentan contra el sistema operativo de los amos electrónicos. La simulación de tocar la guitarra arqueando el cuerpo en espasmos repentinos, formaba parte de la liturgia y no de los accesos juveniles en pos de un no sé qué. Abominaba del Prozac en la vindicación de dos productos latinoamericanos de exportación: la marihuana y la cocaína. Al igual que los narcocorridos norteños, apostaba por una narcótica cruzada de resonancias veterotestamentarias que entumeciera a la juventud norteamericana para así roer los cimientos del Imperio. Así se adelantaba al caos que significó la implementación del tratado libre de comercio entre México y Estados Unidos en tiempos de Carlos Salinas de Gortari.
Umberto X/Y/Z., para entonces estudiante de derecho y surfista por vocación y sublimación poéticas, empezó su ministerio por los predios de la Plaza Montes de Oca, buscando hacer prosélitos en el norte de la ciudad. Incluso la estatua broncínea del cura fusilado por los nazis llegó a sostener un tabaco de marihuana o bazuco, como si fuese el sagrado candelabro que iluminara sus innumerables sermones, plenos de metáforas herméticas. Al llamado se habían sumado sus más importantes discípulos: Elio Dillon, Canito, Canuto, el policía Alberto (lector atolondrado y desprevenido de Dostoyevski, pues apenas había memorizado su resumen biográfico) y el gordo Dagoberto. Yo, tan sólo me limitaba al rol sociológico de la observación (eso pensaba, con mis pulmones full ganya ). Tiempo después, extendió su palabra a un Mañonguito partido en dos por un río podrido. Pensábamos entonces que se quebrantaba la confrontación de clases; la salvación individual trocaba en incluyente salvavidas que amalgamaba antípodas en colectiva función reivindicativa. Por ejemplo, siguiendo la escuela de los cínicos, ebrio y alebrestado por Mary, la de los ojos verdes, demostró a los clientes de la Cachapera Santo Niño de Atocha que más valía disfrutar el ahora cagándose en el materialismo: el de la boca, el del güiro, el del ardor genital y el del culo. Las cachapas volaban perforando los techos de zinc a la manera de una lluvia apocalíptica, la vida era una danza epiléptica y concupiscente sin diques mezquinos que la contuvieran. Ocurrencia del portento gastronómico y meteorológico, mientras este investigador dormía aturdido por el perico y el ron a las puertas de un rancho infernal, con el miedo a ser acuchillado por su dueño y arrojado al río oscuro y miserable en donde cagaba y meaba el barrio entero. Para mi seguridad, el Príncipe había apostado al Caimán fumando bazuco un poco más allá, con una treinta y ocho guindando del cinturón. Otra de las hazañas del Señor X/Y/Z, así le mentaban sus acólitos, era la de derribar paredes a patadas para zanjar disputas y controversias entre las diversas escuelas filosóficas que engendró y esparció por la mustia ciudad. Las artes marciales secretas las aprendió junto a Carlos Zerpa en la Pagoda Gnóstica-Lírica-Épica del Maestro Edgardo, ubicada a prudencial distancia de los territorios tomados por las FARC y los paracos en Colombia.
El manejo, dispensen, la guiatura del Príncipe respecto a sus discípulos se basaba en una acertada asignación de las responsabilidades a cada quien. Por ejemplo, Canito y Canuto se encargaban de los suministros de boca y nariz, alimenticios, etílicos y enervantes. Ello a través de todas las vías posibles: la mendicidad trapense, el robo o la sodomía. Recuerdo que ambos se habían jactado en mis narices de haber comerciado su carne a la lascivia del indostano dios Valooch, transfigurado en un vampiresco barman del Bar Constitución, de cuyo baño se decía que era el proveedor más seguro de enfermedades venéreas en el sur de la ciudad. Pocos minutos después, encontré al Príncipe junto a tres de sus coetáneos del Guaparo Country Club bailando al son de Wilfrido Vargas: Ay, ay, ay Wilfrido... Dame un tabaquito que me voy a morir. Agradecían con un merenguero salmo sacrosanto el sacrificio de ambos hermanos en aras de la configuración del esquizoide nirvana. La fidelidad de Canito perdería el piso, cuando nuestro egregio líder lo entregó a su padre y a la policía por treinta mil bolívares, simulando mediar en el ficticio secuestro del chico que casi excedía un año. Callé la traición en la borrachera y las descocadas alucinaciones de la amapola haciendo añicos conciencias y culpabilidades que se entrecortan entre sorbo y sorbo.
Tomando una avergonzada distancia, me he enterado que el Príncipe de las Américas rehusó de plano la amarga jícara del sacrificio. Al pie del versículo consagratorio de su posible santidad heroica, huyó empapado de gasolina cuando el Caimán, su panadería del alma, con una tea encendida –un yesquero Zippo para más señas- pretendía hacerse la justicia del macho cornudo. La negra Teresa se dejó montar por la labia escatológica y surfista de Umberto, con la promesa de una Nueva Jerusalem asentada en las playas de Malibú. El ministerio se habría vuelto pedazos en un común y corriente lío de faldas, quedando la decepción plantada en los corazones anarquistas, perdido el tranvía que se abriría paso en el ya trunco curso de la historia venezolana. Seguimos siendo víctimas de sus ciclos caprichosos y de la conformidad ante los eternos retornos.
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