LA VISITA DEL ÁNGEL: EL EDÉN RECOBRADO POR ASALTO José Carlos De Nóbrega
Trabajaba la tierra de Unare este Concho Guaita y no dejó de guardar restos de suelo en las uñas ni siquiera después de muerto, a pesar de la mortaja. Alfredo Armas Alfonzo, El Osario de Dios.
Sin duda alguna, la literatura venezolana nos demuestra momentos estelares de apego a la tierra, por vía de su refundación en la memoria. Es pertinente una revisita a la región de Unare, recreada en el inolvidable volumen de “El Osario de Dios” de Alfredo Armas Alfonzo; el bullicio de los lunes en Arismendi, patente en la poesía de Adhely Rivero; la muerte de Justina, la meretriz del pueblo, trae consigo un vívido recuerdo de la serranía falconiana en la novela “En virtud de los favores recibidos” de Orlando Chirinos. Qué decir de dos magníficos ejemplos de la entrañable simbiosis habida entre la poesía y la crónica: “Carama” de Igor Barreto, cuyos asombrosos versos nos sumergen en el río Apure junto a monturas y jinetes asesinados; o ese enclave escondido que es el pueblo El Castaño, tema y tono rural de “Los Difuntos” de nuestra querida Vielsi Arias. Hoy nos complace hasta el tuétano conversar sobre un maravilloso libro de Juan Medina Figueredo. Sí, “La Visita del Ángel” constituye una aproximación sentida y poética a Aragua de Barcelona, esa hoja de cayena color ocre adosada al costado derecho del estado Anzoátegui, tal como la habíamos visto en un mapa antiguo. Su reciente lectura nos ha deparado una experiencia que raya en el privilegio y el placer. Acompañamos el texto introductorio de Carlos Noguera, solidario y todo acierto, cuando señala que los lectores estarán envueltos en su personal recreación mítica (y poética, lo seguimos machacando) del origen.
Si reparamos en el cuento La muerte de un músico (¿o más bien capítulo de novela?), tenemos que la pausada caminata de Luis Ramón Arreaza Matute se hace larga en el tiempo y en el espacio: Además de saludar el panteón familiar, se trataba de hurgar, mixturar y exaltar los recuerdos. La crónica, imbuída de realismo poético, transita diversos momentos históricos: la reivindicación de los Monagas, los inicios de la explotación petrolera, la guerra entre caudillos, las irreverencias del poeta José Tadeo Arreaza Calatrava o la guerra de guerrillas. La crítica histórica se nos hace notable y obscena: “Luis Ramón Arreaza Matute despertó agónico de una pesadilla: se ahogaba entre aguas oscuras y turbulentas, su cabeza se hundía y flotaba, la pesadez lo aplastaba y lo ahorcaba bajo algas de brea, el excremento negro ardió en llamas”. Juan Medina Figueredo, fiel a sí mismo, toma por la peligrosa cornamenta no sólo el escurridizo tema petrolero, sino también el relativo al compromiso político y la desilusión ideológica. Es una impune contraposición a una escuela inútil de críticos profesorales o, peor aún, caníbales de papel –Lêdo Ivo dixit- que engullen sus propias mentiras.
Sin recurrir a recursos colindantes al efectismo estilístico, la polifonía fluye natural y dialécticamente para fijar el conmovedor retrato de un pueblo. Fermín y Mano Lucio son dos de sus muestras más ejemplares. Por supuesto, no podemos obviar el estupendo tratamiento de la oralidad en Mano Lucio, pues el habla popular no es una pintoresca postal sorda, sino un factor decisivo en la encrucijada de hablas que ennoblece a la patria. (La vinculación de lo culto y lo popular es anatema para las Academias Globalizadoras, cuyas catedrales son los Centros Comerciales).
El espiritista exhibe una extraordinaria comparsa de personajes enredados en una cruzada religiosa, filosófica y poética que se nos antoja un homenaje a Vittorio de Sica y a Federico Fellini (en un caso tenemos la ternura solidaria del neorrealismo, en el otro el surrealismo circense y lúdico). El fragor propio de la lucha de clases nos despierta de la ensoñación divertida y pueblerina: “En el muro blanco de la ferretería escribió: ‘Ha muerto Joaquín Trincado. Viva el comunismo’. Después volaron el gasducto y ya no se habló más sino del fantasma del comunismo que recorría el pueblo”.
Este agradecido lector, amén de compulsivo polemista, ha hallado cuentos dignos de futuras antologías del género en el país. Podríamos citar dos títulos: El enano del circo y La última estación. El primero de ellos posee una atmósfera terrorífica que nos retrotráela Quiroga de “La Gallina Degollada”: la voz femenina va hilando la trama con el suspenso in crescendo de la infancia despreocupada, pasando por el idilio y cópula de los ojos naranjas aurorales de él y los ojos fresas crepusculares de ella, para devenir en la tara de los ojos bolas de cristal del hijo y sus manos de alitas. Este texto posee una calidad afín a otro cuento sobre enanos: “El enano colorado” de Michel Tournier. La última estación es un hermoso cuento que se centra en la relación problemática con la figura paterna (muchos son sus antecedentes en las artes y las ciencias: El Antiguo Testamento, la óptica parricida en Dostoyevski, el complejo de Electra, Kafka, la celebración poética de Bruno Shulz, Gerbasi, Pepe Barroeta o la película “Magnolia” de P.T. Anderson). Recrea el diálogo o la conversa triste y entrecortada entre Mercedes y Don Miguel Martínez, presidido por la desolación y la desesperanza. Tal es la desgraciada índole de su juego especular: ambos se intercambian los roles de víctima y victimario (“Mercedes mira a su confidente, que pasa sigiloso, su imagen deformada en el espejo es un soplo húmedo con una voz de sonajero solitario”).
Asimismo, hay una afortunada incursión en los géneros del Bestiario y el relato de carretera en La muerte despluma el vuelo, relato cargado de conmovedora poesía. En resumidas cuentas, “La Visita del Ángel” de Juan Medina Figueredo no se solaza en onanísticos saltos al vacío propios de la imitación burda de las vanguardias literarias. Por el contrario, propone de manera inmediata e inequívoca la vinculación indiscutible del género cuentístico con la Patria, puñados de tierra que nos remiten a la fertilidad y al amor concreto por la vida.
En Valencia de San Desiderio, sábado 26 de febrero de 2011.
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