VALENCIA DE SAN SIMEÓN EL ESTILITA: UNA CIUDAD ILETRADA
José Carlos De Nóbrega
Fotografía de Wilfredo Hernández (El Carabobeño)
Nuestra ciudad adolece no sólo de políticas editoriales –muy a pesar de ser enclave de magníficos poetas-, sino también de toda posible representación iconográfica, mítica y musical. Ha sido presa fácil de urbanistas ignorantes, mercaderes de feria y politiqueros de la más kitsch imaginación. Qué se puede esperar de una urbe huérfana de discurso arquitectónico. Además de la cuadrícula decadente que llamamos plaza Bolívar –si bien los zopilotes se birlaron una de las águilas del conjunto escultórico central, San Simeón se mantiene aún en las alturas haciendo puñetas en dirección a Occidente-, no nos compadecen sus referencias más comerciales y fetichistas: El espejo estúpido que es la Torre Da Vinci, el juego de mesa apellidado Sambil en el remedo de un templo votivo de consumidores compulsivos, la escenografía distópica del Big Low Center; peor aún se combate la inseguridad poniendo entre rejas los pocos espacios abiertos que quedaban acá, las plazas y las calles (a tal respecto, es insufrible la Urbanización El Trigal, paradigma de un ámbito claustrofóbico presidido por la histeria de una clase media decadente). Ya no se queman libros que importunen a la rancia Valencianidad: no es políticamente correcto, simplemente no se publican o, mejor aún, son destruidas las tripas por la incompetencia e indolencia de un funcionariato inculto, embebido en la era de Acuario, la demagogia cultural (esto no es más que mero exhibicionismo) o el dar piruetas marciales ante un Buda fofo y soso sobrealimentado por las transnacionales del dinero y de la futilidad académica. O los volúmenes no se distribuyen y se consignan en casas muertas, para prevenir de una trombosis a la clase académica y política que no puede ver tanta letra junta. Añoramos la lengua y la iconoclastia de un Luis Augusto Núñez agarrando el culo de godos y arzobispos; no el guayoyo dulzón de José Napoleón alabando los dorados rulitos de una de las Maldonado, pues es virtud teologal agradecer su Doctorado Honoris Causa que es igualito al Oscar de la mercachifle Academia. La música es impuesta por Bonchona FM o los caprichos del gobernante de turno (cuadrar a martillazos una marcha en la cadencia monocorde de la gaita de furra y tambora, el estridente gillfest o el perreo del reaguetón en esos templos guturales del transporte público). Nos parece más válida la propuesta plástica de las camioneticas que vincula así nomás la ternura de los cariñositos y la esquizofrenia del monstruo de Tazmania, que el complaciente y acomodaticio discurso de Vladimir Zabaleta en la composición del retrato de la godarria valenciana; vindicamos a Cristóbal Ruiz y las sardinas fritas de la Guairita aliñadas con Polar, antes que esos horrendos caballos que galopan por la autopista en dirección a Guacara. De las efigies de los politicastros de hoy que se estampan en vallas, diarios, sillas de ruedas, muebles de plástico, dispensadores de agua, preferimos no hablar.
Nuestra ciudad adolece no sólo de políticas editoriales –muy a pesar de ser enclave de magníficos poetas-, sino también de toda posible representación iconográfica, mítica y musical. Ha sido presa fácil de urbanistas ignorantes, mercaderes de feria y politiqueros de la más kitsch imaginación. Qué se puede esperar de una urbe huérfana de discurso arquitectónico. Además de la cuadrícula decadente que llamamos plaza Bolívar –si bien los zopilotes se birlaron una de las águilas del conjunto escultórico central, San Simeón se mantiene aún en las alturas haciendo puñetas en dirección a Occidente-, no nos compadecen sus referencias más comerciales y fetichistas: El espejo estúpido que es la Torre Da Vinci, el juego de mesa apellidado Sambil en el remedo de un templo votivo de consumidores compulsivos, la escenografía distópica del Big Low Center; peor aún se combate la inseguridad poniendo entre rejas los pocos espacios abiertos que quedaban acá, las plazas y las calles (a tal respecto, es insufrible la Urbanización El Trigal, paradigma de un ámbito claustrofóbico presidido por la histeria de una clase media decadente). Ya no se queman libros que importunen a la rancia Valencianidad: no es políticamente correcto, simplemente no se publican o, mejor aún, son destruidas las tripas por la incompetencia e indolencia de un funcionariato inculto, embebido en la era de Acuario, la demagogia cultural (esto no es más que mero exhibicionismo) o el dar piruetas marciales ante un Buda fofo y soso sobrealimentado por las transnacionales del dinero y de la futilidad académica. O los volúmenes no se distribuyen y se consignan en casas muertas, para prevenir de una trombosis a la clase académica y política que no puede ver tanta letra junta. Añoramos la lengua y la iconoclastia de un Luis Augusto Núñez agarrando el culo de godos y arzobispos; no el guayoyo dulzón de José Napoleón alabando los dorados rulitos de una de las Maldonado, pues es virtud teologal agradecer su Doctorado Honoris Causa que es igualito al Oscar de la mercachifle Academia. La música es impuesta por Bonchona FM o los caprichos del gobernante de turno (cuadrar a martillazos una marcha en la cadencia monocorde de la gaita de furra y tambora, el estridente gillfest o el perreo del reaguetón en esos templos guturales del transporte público). Nos parece más válida la propuesta plástica de las camioneticas que vincula así nomás la ternura de los cariñositos y la esquizofrenia del monstruo de Tazmania, que el complaciente y acomodaticio discurso de Vladimir Zabaleta en la composición del retrato de la godarria valenciana; vindicamos a Cristóbal Ruiz y las sardinas fritas de la Guairita aliñadas con Polar, antes que esos horrendos caballos que galopan por la autopista en dirección a Guacara. De las efigies de los politicastros de hoy que se estampan en vallas, diarios, sillas de ruedas, muebles de plástico, dispensadores de agua, preferimos no hablar.
Definitivamente, nos queda rayar las paredes de los cagaderos como alternativa escritural libertaria.
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