Thursday, February 01, 2007

GUILLERMO CERCEAU, CRONISTA FORENSE DE ELEFANTES Y CIRCOS


GUILLERMO CERCEAU, CRONISTA FORENSE DE ELEFANTES Y CIRCOS.
José Carlos De Nóbrega.

El cronista del circo tiene ciertas ventajas. Así una vez que se escaparon los leones y devoraron al público, me hicieron antes un guiño disimulado para que me fuese y por eso me salvé. Ramón Gómez de la Serna, Greguerías sobre el circo (Madrid, 1943).

Me interesa la paradoja entre identidad y uniformidad, el poder y la vulnerabilidad de cada individuo y cada grupo. Intento visualizar esta paradoja concentrándome en las poses, las actitudes, los gestos y las miradas. Rineke Dijkstra, fotógrafa holandesa.




Guillermo Cerceau posee la extraña virtud de tratar la palabra con irónica ternura; la crudeza del tema no excluye cierto cariz compasivo de su discurso ensayístico. Por supuesto, el ojo es escéptico; no concerta armisticios piadosos con la consolación imbécil que prodiga el discurso avieso del poder a cambio de la sumisión colectiva. Nos lo advierte sin concesiones ante la alambrada de púas, los tabiques de falsa caoba y los soles de neón, asimismo bajo el encerado de la carpa gitana: “Puede parecerte un destino indigno, pero la sumisión tiene sus recompensas: siempre estará allí el alimento, humilde pero suficiente para tus labores, siempre estarán tomadas las Grandes Decisiones en tu nombre, sin que tengas que esforzarte en elegir entre alternativas tan sutiles que sólo son susceptibles de ser comprendidas por las grandes almas, siempre habrá un techo que te cubra de las inclemencias que ese dios que te hizo puso en tu camino”. No hay, por fortuna, apocalípticas admoniciones custodiadas por interrogantes y exclamaciones de un ridículo y exagerado dramatismo; las palabras están dispuestas en la configuración de un texto crítico implacable pero fiel a una exquisita atmósfera poética. En 1998 publicó una colección de ensayos muy breves titulada Equivalencias, bajo el sello del extinto Fondo Editorial Predios en esta Valencia de San Desiderio. Este volumen propone una estructura fragmentaria, diáfana en el tono conversacional y dialógico, visceral si se quiere en lo confesional: “Hace falta mucho más que honestidad para ser poeta, como se ve: una cierta falta de vergüenza”, en la constatación de la escasez de talento que no es más que la precariedad del formato escritural –filosófico, poético o ensayístico- a la hora de aprehender la realidad, escurridiza y fauvista manada de jabalíes triturando margaritas y perlas impunemente. En el ensayo La Política de Ultratumba (2006), publicado en la revista “Laberinto de Papel” de la U.C., Cerceau incursiona en la indagación del mercado religioso occidental y oriental para reconfortar las almas acechadas, embaucadas y desconsoladas de los hombres: “Después de muertos, en trance entre dos encarnaciones o prisioneros en el limbo, será la duda de nuestros dominadores, la falta de fe, si se quiere ponerle otro nombre, la que nos salvará de seguir siendo siervos”. Al final, vindica el mito y la literatura como alternativas de escape al “círculo existencial” que supone la severa y vertical vinculación del poder con la vida misma. Se suma entonces a la comunidad diversa, contingente e incisiva del ensayo actual en Carabobo: Pedro Téllez, Alejandro Oliveros, María Narea, Eugenio Montejo, Carlos Yusti, José Napoleón Oropeza, Gustavo Fernández Colón y este compulsivo recensionista, entre otras voces.
Hoy nos presenta una plaquette impecable que se titula El Elefante Muere (2007), publicada por Ediciones del Grupo Li Po de esta urbe desgajada a la vera de la indolencia, el despropósito y el caos para la gloria estridentista del Señor. “Para probar la resistencia de los columpios cuelgan de ellos al elefante”, escribe Gómez de la Serna recreando escenas en la pista circense, aforística y poética de las Greguerías. El Elefante Muere constituye un conjunto de ensayos breves de una cualidad plástica y conceptual afín a las propuestas cinematográficas de Todd Browning en Freaks, Federico Fellini en La Strada y Emir Kusturika en la maravillosa Tiempo de Gitanos. La desolación es soportable tanto en el gesto tierno y amoroso del enano con la prostituta desdentada y enferma, como en la crueldad sublime del minusválido que empareja la pelea con el Otro tirando a matar, con la piedad inversa que complementa desventajas y prolongaciones de miembros atrofiados en el filo de la navaja y el cañón pistolero.
Contemplando las castañas barbas de una mujer, simulación estafadora o trastorno hormonal mediante, escuchamos una voz que devela el hilo central del entramado discursivo del texto: “Aceptamos que el circo es una vitrina de monstruosidades, desde las más benévolas, como el payaso, hasta las más incomprensibles, como el elefante”. El bullente circo recreado por Cerceau profiere una gama polifónica de lecturas que lo emparentan, por ejemplo, con la prosa de Jorge Luis Borges, Elías Canetti y Francis Ponge. Ello en virtud de una escritura precisa, en el ejercicio de un poder de observación deslumbrante que rescata los objetos de las gríngolas que doblegan la mirada. La filosofía y la poesía nadan en el espeso ajiaco transgenérico de los diez textos; la curaduría de la plaquette distribuye los poemas objetos o ready made en el espacio o museo de papel, como si fuese una instalación de Maurizio Cattelan o Javier Téllez: el payaso, el enano, el trapecista, el domador, los músicos, el mago, la mujer barbuda, el niño, el empresario y el elefante ocupan un universo minimalista en el que se superponen la revelación, la impostura y la carnavalización del mundo hecha comparsa impúdica y agridulce. Recordamos un desconocido circo integrado por colombianos desplazados de sus pueblos, troupe diezmada por la metralla, las sierras portátiles y las automáticas de guerrilleros, paracos, soldados o narcotraficantes. El animador hacía los roles de domador, mago y acróbata; la sabrosa cumbia enmascaraba el patético espectáculo de un auditorio fastidiado y sediento de portentos atléticos, equívocos cochambrosos y bufonesco efectismo. Del payaso nos dice que “su arte no distingue entre la inocencia y el dolor, ni entre la ignorancia y el miedo y a pesar de ello, todos lo confunden con el loco, el de los internados y el de las barajas (que se llama Joker o bromista) para no hablar del bufón, que no es más que un cómplice cobarde de los tiranos”. Evoca la pálida faz del clown expuesta de manera descarnada y solidaria por el perturbado lente lírico de Diane Arbus.
Es encantadora la diagramación del libro: Pablo Fierro conoce a cabalidad lo que al respecto pensaba Lewis Carroll, un texto es dignificado en la deliciosa, lúdica y caprichosa línea de sus ilustraciones. Va de perlas, duraznos y tierra mojada con el espíritu acogedor y cómplice de la plaquette: Pareciera un juego de espejos que deforman, trizan y transmutan nuestros cuerpos y almas cansadas en la mueca tragicómica del clown, la tralla postiza del domador, la heroicidad suicida del trapecista, la antipática falta de fe del mago o el empresario que se balancea en los estados de pérdidas y ganancias que arroja la compra y venta del sufrimiento y la soledad del prójimo. The Show must go on.

Valencia de San Desiderio, 31 de enero de 2007.




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