Thursday, January 25, 2007

O TRAPICHO DE JAVIER TÉLLEZ


O TRAPICHO DE JAVIER TÉLLEZ , vinculación de una propuesta plástica con la literatura.



A los Téllez, sobre todo a Santiago, Teresa y Don Pedro.


“y bailarás extrañas contorsiones
como pequeña nave sacudida
en mar enloquecido por el viento”.
CATULO, Poema 12.

Trapicho es una voz portuguesa con la cual el pueblo mienta a la casa de los locos. Presumimos cierta asociación con la palabra trapilho, trapo que absorbe la inmundicia, el desperdicio que irá a parar a una cubeta o directamente al albañal. Tenemos también trapiche, lugar donde se almacena y procesa la caña de azúcar: ésta se exprime de la misma manera que un coleto, sólo que podemos obtener el aguardiente de caña, su veneno. Al respecto, nos dice el poeta brasileño Ledo Ivo: “La nada guardaremos, nosotros que somos el depósito de todo, el baúl y el trapiche”. El artista valenciano Javier Téllez, al abordar su instalación La Extracción de la Piedra de la Locura (Museo de Bellas Artes, 1996; Ateneo de Valencia, 1997), lleva a cabo una indagación del espacio museístico, la cual conduce a un callejón sin salida, a un compartimiento estanco: el mero acopio académico y, por supuesto, pecuniario de las colecciones artísticas; lo cual acarrea la maniática taxonomía que justifique tal desaguisado. Partiendo de la similitud fonética de las palabras museo y mausoleo observada por Theodor Adorno, manifiesta que no sólo amputa y embalsama el trabajo creador, sino esteriliza la participación del espectador.
Impera entonces la intermediación institucional, sesgo innegable de los Estados y las sociedades en la Modernidad: el ojo deja de ser el manjar caníbal al que se refería Robert Louis Stevenson. Por lo tanto, asumiendo como pretexto la sala de un hospital psiquiátrico y un museo de ciencias naturales (nos referimos a La Nave de los Locos, Sala Mendoza, 1997) de guisa sucesiva, Javier Téllez distribuye los objetos en el espacio museístico apelando a los códigos de la simulación, forjando más bien una anti-utopía en la que el artista se nos antoja un estafador, puesto que el montaje sugiere diversas lecturas falsas: ¿acaso nuestra cultura nos empuja al equívoco, a tomar el camino de la perdición? Tal como subyace en las parábolas bíblicas, las expectativas salvíficas reducen su posibilidad por el estrecho ojo de una aguja: nuestro camello anda y desanda por anchos caminos confirmando la pérdida del reino, tal como lo titula y lo trata José Bianco en su magnífica novela.
Extraigamos del diccionario crítico de Georges Bataille su peculiar noción de museo: “Entonces el origen del museo moderno estaría ligado al desarrollo de la guillotina. (...) El desarrollo de los museos, evidentemente ha superado las esperanzas más optimistas de los fundadores. No sólo el conjunto de museos del mundo representa hoy un amontonamiento colosal de riquezas, sino que, en especial, el conjunto de visitantes de los museos del mundo representa, sin ninguna duda, el espectáculo grandioso de una humanidad liberada de problemas materiales y dedicada a la contemplación”. Constituye un tabernáculo que erige y encarna el devenir y el pathos mismo de la sociedad industrializada: los cuadros languidecen en paredes blanqueadas como sepulcros; la parafernalia de la tramoya curatorial afecta y lleva las riendas de la percepción del espectador; este último se halla entonces a merced de un distorsionado juego especular que alienta sensaciones equívocas de seguridad y solaz respecto al status quo o modo de vida burgués. Téllez hace explícita su inconformidad desde la inauguración de su trabajo: El público se topa inesperadamente con una atmósfera de festividad e irreverencia; la connotación es lúdica , pues el artista nos demuestra su interés por el ámbito circense, las cartas (recordemos su instalación Trobar Clus, Sala Rómulo Gallegos, 1992, integrada por barajas españolas a modo de camas), la teatralidad como espacio que enriquezca la representación plástica, y –sobre todo- un sentido religioso, no ritual, del quehacer artístico, a la manera de maestros como Armando Reverón y Mario Abreu. Esta vez, Javier Téllez involucra al espectador en el juego que es su propuesta; la utopía museológica se fractura y desgasta por vía de la entropía, de la misma forma que las herrumbrosas camas y los destartalados archivos del psiquiátrico. Siguiendo a Georges Perec, verificamos que “Todas las utopías son deprimentes porque no dejan lugar para el azar, la diferencia, lo ‘diverso’. Todo está puesto en orden y el orden reina. Detrás de cada utopía hay siempre un gran diseño taxonómico: un lugarpara cada cosa y cada cosa en su lugar”. Borges, en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, sentenciaba que “Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto”; hemos sido convocados al ágape en un lugar que ya no existe –hace años que cesaron las actividades en el Psiquiátrico de Bárbula-, para evidenciar la precariedad no sólo del museo como institución, sino como paradigma que ha cosificado la representación y la contemplación artísticas. Debemos inferir que el artista realiza, si se quiere, una revisión plástica del trabajo ensayístico de Michel Foucault, notorio en textos como Vigilar y Castigar y, por supuesto, la Historia de la Locura en la Época Clásica. Ello con una buena dosis de ironía y transgresión, amén de un ajustado y estupendo manejo conceptual.
Contraponiendo la noción clásica de la locura, patente en Rousseau, “la locura no hace derecho”, Foucault plantea que el loco –prisionero del viaje en la stultifera navis- se encuentra atado al agua por un profundo vínculo evidente en la incesante inquietud del mar; “la locura y el loco llegan a ser personajes importantes, en su ambigüedad: amenaza y cosa ridícula, vertiginosa sinrazón del mundo y ridiculez menuda de los hombres. (...) Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario, recuerda a cada uno su verdad; en la comedia, donde cada personaje engaña a los otros y se engaña a sí mismo, el loco representa la comedia de segundo grado, el engaño del engaño”. Más allá de la superchería medieval, la cual definía la locura como la piedra alojada en la cabeza del paciente –la instalación debe su nombre al cuadro homónimo de Hieronymus Bosh, 1490-, el artista acuesta las piedras en los camastros y las deposita en el fondo de las bacinillas, de manera que el ready-made las diga y contenga en tanto causantes del tropiezo y, a la vez, como soportes de la revelación. Téllez trastoca la mirada del público que participa en ese “fin de fiesta” que pretende ser la Postmodernidad. En su libro Cage y Duchamp (1978), Daniel Charles señala: “Lo propio del diálogo es no dejar el objeto en su estado de objeto, sino promoverlo a lo que es, dejarlo ser lo que es, es decir, responder al llamado de su ser. El arte hace de los objetos cosas, desata y libera –desobjetiva- los objetos; los devuelve a sí mismos”. Heredero de tal vanguardia –no sólo encabezada por Cage y Duchamp, sino también por Warhol y Buñuel-, Javier Téllez recobra el encanto concupiscente, mágico y taumatúrgico del objeto, tótem y centro de atención de nuestra aturdida mirada.
Entonces, la propuesta plástica es dialógica y de múltiples valencias. La septicidad y la hiperbólica depreciación de los objetos no serán engullidas por el espacio antiséptico del museo, por el contrario, fuera del formalismo y formulismo filosófico y estético, el espacio se nos muestra en toda su discontinuidad tal como lo ponderara Bataille en su anti-glosario: “bajo nuestros ojos púdicamente desviados, el espacio quebranta la continuidad del rigor. Sin que podamos decir por qué, no pareciera que un mono disfrazado de mujer difiera de una división del espacio”. Lo que nos trae a nuestra erosionada memoria el humor amargo del cual se regodea Borges en El Aleph: extraviar los rasgos de la amada obnubilada la mirada ante el punto en donde se ven todas las cosas. Ya lo había descubierto el artista: “El contexto determina lo que es el objeto”; parafraseando a Daniel Charles, la providencia se funda en nuestros deseos, no en nuestra voluntad. Sobre esta piedra soportamos nuestra existencia, lo que me es lícito hacer no hago, mientras que lo prohibido eso hago; contemplamos el entorno que nos importa en función de nuestra disonante y dispersa naturaleza: no hay un umbral entre la cordura y la locura, tal como lo diagnosticó la anti-psiquiatría, pues como los endemoniados pretendemos habitar aquella manada de cerdos que luego se despeñará al mar. Por tal razón, para acceder al museo de arte psicopatológico, el espectador es doblegado, casi llega a postrarse, debe bajar la cabeza. Además, el público es conmovido por el dramatismo de objetos como una cuna en la cual yace un rollo retorcido de alambre de púas, ello en la atmósfera dominguera y carnavalesca de la decoración o puesta en escena: las piñatas –abiertas las entrañas-, el papelillo y los restos del festejo esparcidos en la sala. Mientras comemos torta y algodón de azúcar, pasado el tarugo con cerveza y refresco, y hacemos un inventario de lo que nos escupió la piñata, sobre algunas de las camas los monitores repiten ad infinitum las muecas de nuestros anfitriones, los pacientes, escurriendo el “Ave María” en una versión cuasi gutural. Malcolm Lowry se había convertido en sifilófobo gracias a la contemplación del estrago venéreo exhibido en el Museo Paradise en Street Liverpool, admonición victoriana indubitablemente. En su novela Lunar Caustic, Lowry reconviene al personaje principal, Bill Plantagenet, en la voz de Garry –uno de los tantos compañeros de terapia en el psiquiátrico-: “Escucha. ¿Qué crees que quedará de este edificio dentro de unos cuantos años? Yo te lo diré. Seguirán en pie las construcciones de ladrillo, pero no quedará ninguna cama, tan sólo armazones oxidados, y tocarás el radiador y se desmoronará. Todo lo que quedará del piano serán las teclas, el resto se pudrirá”. Por lo que la instalación implica un dolor de cabeza para el curador y el mercader del arte: se deshacen las posibilidades de uso, valoración e intercambio del objeto artístico.
En síntesis, Javier Téllez reivindica el poderío sensual y terrorífico de los objetos, a la par de Bataille, quien en su maravilloso libro Historia del Ojo rememora con morbo y contundencia las andanzas eróticas de sus protagonistas en España –incluyendo la sodomización de un sacerdote, extraído el ojo de una cuenca e inserto en la cavidad del culo, valga la alusión a Quevedo-: “Los únicos objetos que he conservado con celo son un abanico amarillo y azul y el folleto popular dedicado a la muerte de Granero. Durante la travesía en barco, la maleta que contenía estos recuerdos cayó al mar (...); están en muy mal estado, pero aún sucios y abarquillados, vinculan al suelo, al lugar, a la fecha, cosa que en mí ya no es sino una visión de delicuescencia”.

Valencia, noviembre de 1999.

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