CARTA
A CLARICE LISPECTOR CON MOTIVO DEL QUINCUAGÉSIMO CUMPLEAÑOS DE G.H.
José
Carlos De Nóbrega.
No
me pidas coherencia, yo soy una metamorfosis ambulante. Sócrates
Brasileiro Sampaio de Sousa Vieira de Oliveira (1954-2011), jugador número 8
del Corinthians (1978-1984) y de la selección brasileña de fútbol (1982-1986).
Valencia de San
Simeón el estilita, jueves 27 de febrero de 2014.
Queridísima Clarice:
Un abrazo solidario de parte de este
polemista compulsivo. Celebramos hasta la convulsión de los sentidos, los
cincuenta años de nuestra amiga en común: la flaca G.H., con sus manías,
adhesiones y repulsiones que, por fortuna, la vindican en nuestros corazones.
Chucho y Karibay se suman también a esta salutación afectuosa; ambos se
confiesan parte de la entusiasta colmena que te lee apasionadamente. Esta
pareja de amigos persiste en su tránsito diverso y travieso por las trochas del
arte, desde la poesía y la narrativa, pasando por el teatro de títeres, hasta
el rebelde sonido salvaje de la música punk. ¿Qué cuentas? ¿Qué te traes entre
manos a contracorriente de la banalización del discurso político y estético?
Por mi parte, en medio del ruido mediático y reaccionario –además de la
violencia política reciente- que pretende envilecer a Venezuela, me desquito de
la mezquindad del entorno traduciendo a dos grandes amigos: Lêdo Ivo, con dos
de sus poemarios que más me tocan, Las
Imaginaciones y El Soldado Raso;
y por supuesto, La Pasión según G.H. (1964),
una de tus novelas más conmovedoras, cuya traducción les ofrezco a ustedes dos
como regalo de cumpleaños. Espero que la disfruten en la intimidad de vuestro
Rio de Janeiro, compartiendo la sobremesa con cigarrillos y café. ¿Cómo va tu
salud? ¿La mía? Regular, pues nuestra militancia en el partido nicotínico
afecta los pulmones y de vez en cuando alborota la hipertensión arterial. Son
los estigmas de la compulsión terrena y concupiscente de siempre.
No pretendo con la presente superar a
Cortázar contándole a su señorita en París sobre hermosos conejitos vomitados;
ni a Chico Buarque solapándonos su requisitoria contra los milicos a ritmo de
samba, fútbol y foxtrot; ni mucho menos ganarle a la epístola maravillosa que
Susan Sontag le tributa a nuestro Jorge Luis Borges: “Yo lo echo de menos (…) Y usted seguirá siendo nuestro patrono y
nuestro héroe”. Dios me libre de las pretensiones egóticas del intelecto. Se
trata más bien de evidenciar mi goloso gozo como lector y traductor al
castellano de vuestra novela. Clarice: A G.H. no podemos dejarla por fuera en
tanto coautora, no vaya a ocurrir que salga del papel y se haga carne para
contrariarte sin descanso; así le ha ocurrido a Cervantes, Boccaccio y Otero Silva
en los disparatados callejones sin salida que Orlando Chirinos nos pinta en sus
últimos libros.
La
Pasión según G.H. posee muchísimas virtudes que espero poder sintetizar en
este medio. Tu novela es también un gran poema en prosa. La austeridad y el
minimalismo de la anécdota nos comunica, paradójicamente, muchas cosas: Apunta
a una épica de la cotidianidad que se fundamenta en la legión de voces de
adentro. La introspección de nuestra G.H., plagada de repeticiones, balbuceos,
idas y vueltas, nos atrapa iluminando el laberinto interior. Me retrotrae un
maravilloso cuento del escritor venezolano Andrés Mariño Palacio, El camarada del atardecer, donde Natalia
confronta la soledad con su cuerpo desnudo. Ella contempla su cuerpo en el acto
onanístico de palparse, desvestirse y bañarse abrasada por la soledad: “El
atardecer ha muerto. Natalia sale del baño. Su cuerpo está cansado, como si
hubiera recibido multitud de caricias”. La indagación ontológica y metafísica
de tu amiga ante la cucaracha aplastada, se nos antoja un viaje portentoso que
simula el trance místico de un San Juan de la Cruz o los desvaríos alucinógenos
de Jack Kerouac, Henri Michaux o William Burroughs. Por supuesto, el arte de la
novela es dignificado en tu propuesta, pues vindica las retículas amorosas que
vinculan, en este caso, al lector, el autor, el personaje principal y los
clásicos de la literatura y el arte. G.H. no sólo nos lleva de la mano, sino
también nos impele a llevar su cruz a un Gólgota portátil y personal harto
impactante. Nos refiere Pedro Téllez, en alusión crítica a los sonetos barrocos
y conceptistas de Miguel de Guevara, una versión nada cómoda de la vía
dolorosa: “En Poned al hijo en la cruz
será Dios mismo el que descienda, por segunda vez, al idioma castellano. En el
soneto pasa por el ojo de la cerradura con sus camellos y ricos”. La
transfiguración ficcional no estriba en una unidimensional imitación de Cristo,
sino en una versión problematizadora de los evangelios: Se sacude el alma en la
consideración solidaria del dolor del Otro, encaramando el cuerpo estragado en
el oprobioso madero, para bajarlo luego y regresar triunfante del Sheol, el
Hades o el Orco.
Sigo creyendo que el tenor esencialista,
existencialista y experimental de tu novela, no sólo tiene como antecedente a
la narrativa europea de voces tales como James Joyce y Virginia Woolf, amén de
textos muy significativos de Albert Camus y Jean Paul Sartre. Te creo lectora
cómplice de Memorias póstumas de Blas
Cubas (1880) de Joaquín Machado de Assis. Ambas novelas coinciden en la
brevedad de los capítulos, el tratamiento difuso y nada convencional de la
trama, además del cariz poético, inquisitivo y autorreferencial del lenguaje. Permíteme
convocar nuevamente a otra gran amiga nuestra, la estimada escritora
norteamericana Susan Sontag: “Tal como el aislamiento de Blas Cubas parodia una
soledad elegida o emblemática, su liberación por medio de la comprensión de sí
mismo es, a pesar de su confianza y agudeza, la parodia de esta suerte de
triunfo”. Por supuesto, la liberación de cada personaje es muy particular. G.H.
parte de su atormentada condición humana y pequeñoburguesa para configurar su ritual eucarístico y expiatorio:
consumir la asquerosa hostia que es la gelatina blancuzca que exprimió de la
cucaracha. En otras palabras, nuestra escultora exorciza sus demonios, su tedio
y su indolencia tibia para con el Otro (Janair, la sirvienta despedida, y el
leproso encarnado en la cucaracha). Si bien, en una carta que dirigiste a tu
amiga Olga Borelli, denunciaste la incomprensión de los editores respecto a tu
propia obra -argumentándolo con los afortunados casos de Jorge Amado y Érico
Veríssimo-, el tiempo te ha dado un espaldarazo tardío pero justo: Formas parte
importante de la admiradísima literatura brasileña contemporánea, poderosa en
la diversidad y la extraordinaria calidad de sus voces. Ello con tu estilo
personal e inimitable. Ya habías manifestado tu ars narrativa en la referida carta: “Mis libros no se preocupan
mucho por los hechos en sí, porque, para mí, lo importante no son los hechos en
sí, sino las repercusiones de los hechos en el individuo”.
También considero injusto que ciertos
susurros y chillidos críticos descalifiquen tu propuesta novelística, bajo la
sorda y malsana etiqueta de “insipidez política y social”. El que quiera ver,
que así lo haga, esta vez con amplitud y generosidad. Esos ciegos que guían a rebaños
invidentes, padecen de mezquindad y confortabilidad crítica, pues no pueden
exigirte que plantees la problemática histórica como lo hace, por ejemplo,
Jorge Amado en Cacao, su segunda
novela, cuya humanidad nos ganó por la inmediatez en el Decir. En el caso de tu
G.H., subyace una (auto) crítica social dirigida al despropósito propio de esa
ficción funcional-burguesa denominada Clase Media. Aquí, algunos de sus
miembros más histéricos, aplauden el hecho de decapitar y volcar motorizados
proletarios con alambre galvanizado y barricadas de basura en la vía pública. La
godarria vitoreó, en su momento, la decapitación de José Félix Ribas en 1815 y
la exposición de su cabeza -jamás escarmentada- en la Puerta de Caracas. G.H.,
ama de casa y escultora pequeñoburguesa, reconoce en el Otro, su prójimo más
humilde y marginal, la gigantesca dimensión de sus prejuicios de clase: La
lucha de clases con sus odios recíprocos y viscerales (los de Janair y G.H.), amén
del maremágnum de las contradicciones que trae consigo, la proveen a ella del
instrumental que haga posible su liberación y paz interior. La revolución no es
un mero cataclismo exterior, como nos lo dijo el poeta Luis Alberto Angulo,
pues su completación sólo es realizable y tocable cuando el alma se estremezca
en el cambio. A tal respecto, G.H. cuestiona su relación con un Dios que la
reseca: Se trata de la reconciliación por vía de un cristianismo comunitario en
la Catacumba de su apartamento de lujo. Cada quien edifica a su manera la casa
y la tumba, Nelson Guzmán se lo hace decir a uno de sus personajes: “La bilis
por ese entonces comenzó a invadirme, yo había vivido encallado como los viejos
barcos”. La fe no es sin contradicciones, de la misma manera que la paz no es
un dulzón estado artificial endógeno y exógeno: por el contrario, se hace carne
y espíritu en el teatro de operaciones de una guerra sin cuartel (consigo mismo
y con el mundo exterior). Claro está, G.H. conoce la advertencia de Murena a
tal respecto: la libertad postiza de aquel que huye de Dios para caer en las
manos sanguinarias del Poder edificado por otros dioses, los hombres, sus
mismos congéneres.
El cielo y el infierno, Tolstoi dixit, intercambian fluidos y se
superponen aquí y ahora. G.H. los forja en la cuasi antiséptica habitación de
la reina africana que es Janair. El mural garrapateado por la sirvienta, con
sus tres personajes inconexos como ciertas esculturas de Giacometti, representa
el mismísimo Juicio Final en el que se sumerge la psique de nuestra amiga bien
amada. Su Infierno es una construcción escritural sin par, pues no amerita del
Barroco de Bernini o Loyola para aterrarnos con maestría, sino de una prosa
limpia e inmediata que posee la musicalidad atonal del corazón humano en las
tinieblas y el encandilamiento del Señor Sol. En tal sentido, mi modesta
traducción respeta tu cadencia y tu melodía, muy tuyas y ahora mucho más nuestras.
Traté de ser fiel en lo tocante a la puntuación, la conjugación íntima de los
verbos (por ejemplo, procurar y precisar), además de la repetición de los
términos que recrean el balbuceo del alma en trance.
Que el Dios de mi religión anarco-teísta las
acompañe a ambas, todo amor y todo afecto, dilectos por demás. Espero
encontrarte pronto, Clarice, en las páginas de tus libros, en El Mesías de
Haendel y en los poemas cantados por Tom Jobim.
Amada Mía, saudades de quien te ama…
José
Carlos De Nóbrega, tu salmista compulsivo.
Gracias por tu post, soy una gran admiradora de Clarice.
ReplyDeleteUn abrazo