Tuesday, May 01, 2012

JUAN VILLAQUIRÁN PÁEZ, ARRIERO POETA

Juan Medina Figueredo


Poetas del Decir en el Liceo Pedro Gual: Leonardo Alezones, Enrique Mujica, José Carlos De Nóbrega, Luis Alberto Angulo y -en especial- DON JUAN VILLAQUIRÁN PÁEZ.


Juan Villaquirán Páez nació con el siglo XX, un 18 de marzo, entre la ventolera del verano, bajo las enramadas florecidas de los araguaneyes, apamates, bucares, guamos y cafetales, en Cerro Azul, de la hacienda Las Carpas, cerca de Nirgua, su picacho y los jiraharas, hacia 1912 ó 1914 ( “ eso nunca se sabe”), en medio de los montes y montañas, siempre verdes, de María Lionza y Yaracuy; se abrió al mundo con un primer vagido, vibrante con el eco de las guaruras, cachos, gritos y romances de vaqueros, labradores y guerrilleros, de sus señores abuelos y abuelas, padres, tíos y hermanos, fusilados, presos piqueteros de carreteras, prisioneros en el castillo de Puerto Cabello, bajo la dictadura del ladino, taimado, traidor, cuatrero, terrófago y bárbaro dictador Juan Vicente Gómez. En una de esas vueltas, fugas, huidas, alzamientos y andanzas, fue “salvado de las aguas”, como Moisés; era apenas un recién nacido y cayó en un río, caño o quebrada, que en los llanos de antes, en invierno, era como decir lo mismo. ¿Qué se podía esperar de él, sino que siguiera la tradición insurgente, también poética, de sus antepasados?



Fue arriero, al frente de una recua, por caminos reales, trochas y picas; se asentó en Macapo, de Cojedes, donde había sido hecho prisionero por el General José Laurencio Silva y pasó amarrado el General Páez; allí se enamoró de Helena, cautivo bajo la luz de Selene y rompió los muros de piedra de la segregación de los pobres y la endogamia de los ricos, que en esa época, en la mayoría de los casos, en nuestro pueblos, no lo eran tanto; sembró familia en Macapo, La Aguadita y en Tinaquillo, como peces entre los caños y ríos innumerables que rodean este último pueblo, despertado por el mugido de la vacada, entre el polvero que dejaba su paso por la calle real, dormido bajo las leyendas merodeantes del “Mocho Hernández”.



A Juan Villaquirán Páez, de muy lejos le venían los Villaquirán y Páez y se le revolvieron en un grito de guerra, al conocer la noticia de la muerte del tirano Gómez; con las escopetas, machetes, revólveres, caballos y sogas, que pudieron juntar, él y un grupo de vecinos se dirigieron a tomar la gobernación y derribar los barrotes de la comandancia de policía de San Carlos y cumplido su propósito, se dirigieron, con las mismas levantiscas intenciones, hacia Valencia.



En esta última ciudad, cumplió múltiples oficios de pobre, entre ellos el de pintor de brocha gorda y casas, con pintura artesanal (de arcilla y carburo), como lo hicieran los también poetas e inseparables amigos Vicente Gerbasi, Otto de Sola y Luis Felipe Herrera Vial, en ese misma localidad, de tradicionales historias orales, que recogiera para sus cuentos y novelas José Rafael Pocaterra.



En Tinaquillo, Juan Villaquirán Páez levantó próspera bodega, se hizo de camión y quincalla, para recorrer, como ambulante mercader, carreteras, pueblos y ciudades de Venezuela. En la resistencia clandestina contra la dictadura del Coronel de academia, Marcos Pérez Jiménez, convertido en General por sus áulicos, rodeado por la corte de intelectuales de tradición positivista y gomecista, resguardado y celado por el implacable y sanguinario cancerbero Pedro Estrada, el viejo arriero, ahora de camioncito, entre la mercancía transportaba la propaganda subversiva.



Llegaron los sesenta con su juventud rebelde y se alineó con la izquierda, sufriendo allanamientos y detenciones. En su camioncito montó a Helena y a toda su tropa de hijos e hijas, subió los páramos de “ la loca Luz Caraballo”, descendió por las torrenteras del Chama y en la mesa de Mérida, bajo el vuelo de las siete águilas blancas de don Tulio Febres Cordero y los bramidos del Albarregas, apuntaló piedra sillar y hogar; los aleros de la Universidad fundada por Fray Ramos de Lora le ofrecieron la amistad de poetas, artistas, cultores, artesanos, líderes universitarios y fue entonces, a los setenta y dos años, que se descubrió poeta, para cantar a Helena, a los insurrectos, a su nostalgia y a su vida cotidiana. Ricaurte Leonet, Hugo Ávila, Perucho Rincón Gutiérrez, Silvio Villegas y otros que no alcanzo, fueron grandes amigos suyos.



Le conocí en Valencia, gracias a dos de sus hijas, Aminta Villaquirán y la poeta Gloria Villaquirán, en su hogar de El Naranjal, bajo el frío y la brisa del cerro El Cafetal, de Naguanagua. Llegaba yo allí, tocaba y gritaba desde la calle, detrás del enrejado de su casa y salía un inmenso perro, ladrando con furia, saltando, aferrándose a las rejas con sus patas delanteras y abriendo sus fauces infernales; más atrás salía Don Juan, a sus noventa y cinco años de edad, dobladito y curvadito al caminar, llamando a la calma, con órdenes imperiosas, a su perro, le tomaba de la cadena, lo amarraba y después me abría la puerta del enrejado. Leíamos algunos de sus poemas, los comentaba y luego le transmitía Okiyome ( práctica de imposición de la mano, conocida como Arte de Mahikari), con lo cual se entredormía; pasado un breve tiempo, lo despertaba, me decía que eso era efectivo, que él siempre había creído en Dios y en la existencia del mundo espiritual y nos despedíamos. La mirada de Helena, desde su silla de ruedas, lo había abandonado un día, al llegar a Mérida, en viaje desde Valencia, en compañía de su hija Aminta. Pero, ella deambulaba por las habitaciones, sobre todo a la medianoche y en las madrugadas, lo despertaba y él le decía, ¡Helena, déjame dormir!.



Don Juan, finalmente, a pesar de sus recelos por el último viaje a Mérida, en descenso al Hades, de su eterna e inolvidable Helena, aceptó regresar a esta fría y bella ciudad, para vivir en la casa colonial y moderna, construida por Ricaurte Leonet, en sus experimentos con la arquitectura de barro, en la cual viven sus hijos Aminta y Juancho Villaquirán. Cesaron entonces mis visitas al arriero poeta Juan Villaquirán Páez. Hasta que el sábado 28 de abril de 2012, mi esposa me comunicó el deceso del viejo que se descubrió poeta a los setenta y dos años, pero que, en verdad, lo había sido desde antes, con los gritos, cantos y coplas de los arrieros, por trochas, picas y caminos reales, en la trashumancia, por entre las sequías del verano y los aguasales y crecientes del invierno, de la Silva Criolla, de Lazo Martí y la semblanza y crónica de este poeta y sus estaciones, escrita por Alberto Arvelo Torrealba. Con Juan Villaquirán Páez se despide el siglo XX, todo un siglo, en la alborada bolivariana y chavista ( como lo fue Don Juan), de este siglo XXI.





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