FRANCISCO MASSIANI Y EDUARDO LIENDO: DE LA MEMORIA QUE SEDUCE EL PAISAJE A TROMPICONES.
José Carlos De Nóbrega.
A Héctor Leiva, sin importar el vencimiento de las letras de cambio que acreditan a la Academia.
“Es el precio de todo verdadero poder: ser el enterrador de uno mismo”.
Eduardo Liendo en Diario del Enano (1995).
He de confesar que Pancho Massiani, más que una referencia literaria, forma parte de los afectos anclados en mi adolescencia. Por supuesto, producto de la lectura de su novela Piedra de Mar (1968), texto que para muchos de nosotros se transfiguró en el condiscípulo ideal, divertido y desbraguetado de la época del bachillerato. Es sin duda la novela de formación o bildunsgroman venezolano de la generación de los setenta: Los primeros escarceos eróticos, la púber rebeldía sin sentido y esas ganas de vivir y engullir todo a tu alrededor. La asocio, en particular, con las fiestas y los bonches vespertinos caraqueños en locales ad hoc, aledaños al Ciclo Básico Común “Simón Bolívar” y a un río Catuche sosteniendo la endeblez del Puente El Guanábano. Nos atrapó su tono afecto al habla adolescente de aquel entonces. Así lo observó en su momento –1972- Orlando Araujo (1988):
A Héctor Leiva, sin importar el vencimiento de las letras de cambio que acreditan a la Academia.
“Es el precio de todo verdadero poder: ser el enterrador de uno mismo”.
Eduardo Liendo en Diario del Enano (1995).
He de confesar que Pancho Massiani, más que una referencia literaria, forma parte de los afectos anclados en mi adolescencia. Por supuesto, producto de la lectura de su novela Piedra de Mar (1968), texto que para muchos de nosotros se transfiguró en el condiscípulo ideal, divertido y desbraguetado de la época del bachillerato. Es sin duda la novela de formación o bildunsgroman venezolano de la generación de los setenta: Los primeros escarceos eróticos, la púber rebeldía sin sentido y esas ganas de vivir y engullir todo a tu alrededor. La asocio, en particular, con las fiestas y los bonches vespertinos caraqueños en locales ad hoc, aledaños al Ciclo Básico Común “Simón Bolívar” y a un río Catuche sosteniendo la endeblez del Puente El Guanábano. Nos atrapó su tono afecto al habla adolescente de aquel entonces. Así lo observó en su momento –1972- Orlando Araujo (1988):
“Massiani incorpora a la novela y el cuento el habla de los jóvenes caraqueños de la clase media, el lenguaje frívolo de sus fiestas del Este, la dimensión del ‘patotero’, la crisis de autoridad, la incomunicación con los mayores, los conflictos eróticos entre la adolescencia y los veinte años” (p. 345).
Treinta años después, en el libro de cuentos titulado Con agua en la Piel (1998), si bien persiste su fidelidad a la oralidad en tanto registro del ámbito urbano, se deja notar que Francisco Massiani (1944) en su discurso narrativo se regodea en la desilusión estética e ideológica, síntoma ineludible e inequívoco de la crisis de la modernidad occidental en el cuarto menguante del siglo XX. A tal efecto, es pertinente la relectura de tres de sus relatos: Con el agua en la Piel –que le otorga el título al volumen-, La Tos y el Dragón y Encuentro. En el primero de ellos, la visión de la ciudad ocurre en el exilio, en una isla innominada y perdida. La pareja protagonista arrastra al bucólico paisaje la inseguridad y la incomunicación citadinas que les embargará por siempre. Marie es la primera en reparar tal sensación de extrañamiento –inmanente en la atmósfera absoluta del cuento-: “Ella pasó varios días huidiza, hasta que me confesó llorando que sólo lo había tomado (el jeep, el paréntesis es nuestro) para pasarse dos días en Caracas; necesitaba ver a sus amistades. Respirar un poco la ciudad. Ya la soledad la estaba enloqueciendo” (p. 133). Evidentemente, la dama miente piadosamente. El escape implica una sed compulsiva de la ciudad, en la añoranza de afectos y odios encajados en sus entresijos. Marie se debate entre el pasado vivido en la Megalópolis y la quietud implacable del paisaje natural pletórico de bichos ruidosos que dilatan su soledad. Hasta el mismo yo se escinde, no por culpa del bosque ni del río, apenas hay un cambio de escenario en el que se desparrama la alienación del marido y la mujer: “Y hasta se le olvida el nombre a uno. ¿Quién te nombra? ¿Te va a gritar una piedra? ¿La hoja que tiembla? ¿El gallo, el aullido de un perro? (...) Por fin quién eres, terminas preguntando a nadie. ¿Mario? ¿Felipe?” (p. 134). Es “Memoria que castiga el paisaje” (p. 135), en el caso del hombre la obsesión y el deseo sexual por Marie cuando el habla y los sentidos recorren su cuerpo (como en una larga y perturbadora serie de cortas caricias); en tanto que ella, en medio de la fiesta organizada por el Gordo Morales, va deshaciéndose y basculándose en un baile solitario ante una rockola, testigo y metáfora viva por obra y gracia de la palabra. “Nunca una rockola es más escandalosa, como cuando está encendida y muda. Comprendí que mi mujer, la Marie, había sufrido desde el primer momento de vivir conmigo la misma suerte” (p. 136). Cierre magistral que nos retrotrae dos poéticos cuentos de Julio Cortázar: Después del Almuerzo y Las Puertas del Cielo. Esa moneda ausente que no permite escuchar el disco de 45 rpm, se equipara a la hoja de otoño que rasguña la cara del adolescente advirtiendo un sentido de culpabilidad, además de hacernos ver en la humareda del boliche a una feliz y fantasmal Celina contoneándose al son del tango y la milonga.
La Tos y el Dragón es un cuento que simula la atmósfera duelista y retadora de los filmes del Oeste norteamericano. La confrontación entre el flaco hombre adherido a la tos y la descomunal figura del Dragón, constituye un ejercicio sintáctico de violencia urbana y lingüística que excede la acción física. El ritmo es trepidante en el logro del suspenso. Hay que destacar la brevedad y la aspereza cortante de sus diálogos, amén del patrón rítmico provisto de frases cortas, ambos aspectos típicos del discurso narrativo de Massiani. En el prólogo a los Relatos de Massiani (1991), nos dice Carlos Noguera: “La reiteración de las díadas pregunta-respuesta desemboca en una especie de mayeútica del vacío”. Más adelante apunta:
“(...) el discurso a menudo se desvía del estándar para provocar una sensación de oleada rítmica, propiciada por el vaivén de las mismas palabras dentro del párrafo, que son así insertadas en constelaciones de oraciones cortas, cambiantes, distintas en cada caso, pero con elementos idénticos que satisfacen el papel de vasos comunicantes” (p. 18).
Si bien la descripción no se halla sobreadjetivada (lo cual es harto acertado) su austeridad e inmediatez son cónsonas con el espíritu violento de ese bar de la ciudad. A tal respecto, el uso del símil es elemental pero de una eficacia demoledora: “Después se separó de la mesa, se tapó la boca con un pañuelo inmundo y tosió como un taladro”; “Sólo cuando abría la boca para escupir su tos sobre el pañuelo, la sangre se le amontonaba en los ojos y se le ponían rojos, como dos metras de carne cruda” (p. 141). La anécdota que se puede resumir o categorizar como estar en el lugar y en el momento menos indicados, historia por demás frecuente en las barras de los bares, no cuenta sino como pretexto para enhebrar el discurso en el juego del lenguaje, por supuesto, violento y rudo como la pelea de dos machos en pos de cortejar a la hembra. Sólo que en este cuento, el vencedor era un desgarbado y enfermo hombre arrodillado en el llanto.
Encuentro retoma el tema de la incomunicación de la pareja en la ciudad, o mejor aún, su desencuentro que va del ágape en el centro a una habitación de hotel en la periferia. El paisaje que rodea ese templo del encuentro erótico casual y clandestino, se caracteriza por su bondad y lozanía que sintonizan con la satisfacción sexual de la pareja. Sólo que el diálogo postcoital va develando un abismo que los desnuda a ambos irremisiblemente en su precariedad y desesperanza. A ritmo de monosílabos y frases cortas que recrean de guisa impasible la desazón y el vacío que fluyen in crescendo a lo largo del relato.
“-¿Por qué te detienes?- preguntó él.
-No lo sé- dijo ella-. De golpe me sentí desnuda. Antes nunca me había sentido tan desnuda” (páginas 67 y 68).
Eduardo Liendo (1941) es otra de las voces más interesantes de la narrativa venezolana actual. Gusta de la impostura en la multiplicidad de las máscaras con las cuales atavía a sus personajes; lo cual no es más que sumergirse en la otredad: esta vez facilitada por los héroes de folletín, los astros de cine y la música, por ejemplo, en tanto espitas o válvulas de escape de una realidad cada vez más mezquina y oprobiosa. Entre sus títulos se cuentan El Mago de la Cara de Vidrio (1973), El Cocodrilo Rojo (1987), Los Platos del Diablo (1991), El Cocodrilo Rojo / Mascarada (1992), Diario del Enano (1995) y luego El Round del Olvido. Nos interesa el libro de cuentos El Cocodrilo Rojo (1987), publicado por Selevén, a los fines de revisar algunas de las aristas de su discurso narrativo relacionadas con la concepción de la ciudad como ámbito y, sobre todo, reexpresión de una manera particular y dispersa de vivirla y sentirla por parte de sus habitantes y cronistas. Para ello, se han seleccionado tres relatos: Los Otros Fantasmas, La Venganza de Pepe El Toro y Lágrimas de Cocodrilo.
En el primero de los cuentos referidos, se respira el aire hacinado de un pequeño apartamento o, mejor dicho, compartimiento estanco de algún superbloque caraqueño, como los de Parque Central. Ese reducido y compungido espacio es compartido por marido y mujer, sin hijos, con una mustia y abatida existencia oprimiendo sus aburridos y desfallecientes hombros. La vida urbana supone, entonces, adquirir y arrastrar trastes y objetos que irán haciéndose inútiles pero cada vez más parecidos a sus confundidos dueños, como si fuesen una prolongación o miembro que se adiciona a sus cuerpos. Los objetos se convertirán en personajes –ficticios o no, en la trampa de la metaficción- que deambularán insomnes por todo el apartamento, amargando la terrorífica lasitud –nada qué ver con la quietud, valga la cacofonía- de la vida en pareja. Tanto así, que Isauro se ve impelido al plagio sentimental de autores como Flaubert –efecto intertextual del discurso interpuesto-, para forjar un pasado amoroso que pueda aproximarse a la libertina soledad de la mujer: “intuía que las soledades de mi mujer habían sido muy bien ocupadas” (Liendo, 1987, p. 115). De todos modos, el cenicero que Isauro con forma de dragón –sucedáneo del de Orlando- comparte el magro espacio del apartamento con el resto de los cachivaches de los maridos de su ex-mujer, remedando quizá una cínica exhibición en un museo del amor loco a la manera surrealista. Ya lo dice Georges Bataille: “Sin que podamos decir por qué, no pareciera que un mono disfrazado de mujer difiera de una división del espacio”.
Destaca del conjunto, La Venganza de Pepe El Toro, relato del cual derivará una de las más celebradas novelas de Liendo: Si yo fuera Pedro Infante. Es el imperio de la disociación espacio-temporal del discurso narrativo que descansa en la escisión del yo a una doble instancia: el ciudadano común y corriente, al amparo de la rutina cotidiana en la sala cinematográfica, y el héroe de nombre Pepe El Toro, encarnado por el también legendario Pedro Infante. La perspectiva narrativa va del espectador (hombre de a pie) al héroe del cinematógrafo, encuadrando y montando un pastiche de corte evasivo, no por ello menos lírico y popular: “Uno piensa que Pepe El Toro es un viejo fantasma de la memoria y de pronto nos enseña su lengua burlona desde la pantalla del cine ‘Jardines’. Estoy otra vez sentado en la butaca jugándomelo todo” (p. 119). Se procura eliminar las tensiones de la vida diaria en el baile de las máscaras: el espectador, rememorando su adolescencia ante la pantalla del extinto cine, se convierte sucesivamente en Pepe El Toro y Roberto, dos de los personajes representados por Pedro Infante, además de mutar también en el mismísimo actor y cantante, sirviendo así el escenario para el reacomodo de la cruenta y chata realidad en la precariedad del tiempo. “Porque tú no eres un modesto funcionario público, ni un albañil, ni un buhonero; tú no tienes un sueño, tienes que conquistar una corona a carajazo limpio. Tú eres Pepe El Toro, el otro yo de Pedro Infante” (p. 121). Se va del presente contado al discurso cinematográfico, para coquetear con la adolescencia que implica la vindicación de la inocencia perdida. Pareciera una doble tanda: el film sobre Pepe El Toro cargado de reivindicación social y oralidad popular; y la película sobre Roberto, personaje falsificado y falsificador que, cual camaleón humano, departe en las fiestas de la gran sociedad burguesa, degustadora de los filmes de Ingmar Bergman y Akira Kurosawa. De lo que se infiere la convivencia de lo culto y lo popular en la cultura universal, si no podemos otear el caso de las jarchas y las moaxajas mozárabes con las cuales arrancaría la lírica castellana. En otras palabras, la relación armónica y ambivalente de los opuestos se da a diversas instancias del discurso narrativo, bien sea en la transfiguración ficcional, la metamorfosis del personaje y el narrador protagonista, amén de la síntesis de lo culto y lo popular como se había apuntado antes. Es resaltante que el poema de Vallejo sea la clave que permita atar el épico cielo simulado y la árida tierra de la realidad externa, que ocupan y preocupan al ente de papel.
En Lágrimas de Cocodrilo, hallamos un ejercicio semejante a la licantropía: de cómo un hombre común se convierte en una bestia. En la belleza de su boca desdentada, de su aislamiento en medio de la multitud que lo apremia. Nos recuerda el magnífico y antimacartista film de Joseph Losey: El niño del cabello verde. Es el discurso del Otro, enajenado y marginado por las imposiciones y convenciones de los aparatos ideológicos del Estado, como lo ponderara el malogrado Louis Althusser. El habla de Ramón –no, por favor dispensen-, del Cocodrilo Rojo sugiere el testimonio lúcido del loco que denuncia el despropósito del mundo. Pugnando por nadar a contracorriente: “Me arrecha que me miren ¿qué me ven? ¿nunca habían visto un cocodrilo? (...) Algunos dicen que estoy loco, eso me desquicia y les grito: cocodrilo, cocodrilo, cocodrilo” (p. 13). La racionalidad pretende acorralar nuestro lado salvaje, por tal razón la poesía es un camino que lo sublima al aprehender lo inefable, lo intemporal, más allá de la entropía de los objetos sometidos a la acción oxidante del tiempo.
Maracay, mayo de 2005.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
Araujo, Orlando (1998). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila.
Liendo, Eduardo (1987). El Cocodrilo Rojo. Caracas: Selevén.
Liendo, Eduardo (1995). Diario del Enano. Caracas: Monte Ávila.
Massiani, Francisco (1991). Relatos. Caracas: Monte Ávila.
Massiani, Francisco (1998). Con agua en la Piel. Caracas: Monte Ávila.
Puerta, Jesús (1999). Modernidad y cuento en Venezuela. Valencia: Universidad de Carabobo.
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