Saturday, January 09, 2010

EL CABALLO PORNOFÓNICO


Celebrando el libro Equijotaciones de Argenis Salazar, publicamos un texto que reseña uno de sus mejores trabajos musicales, no en balde el haber sido escrito hace 10 años.

EL CABALLO PORNÓFONICO
JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA


Argenis Salazar: Caballito Frenao, 1998, compact disk editado de manera particular, 15 minutos y 3 segundos.


Este trabajo más reciente de Argenis Salazar significa un importante y firme paso en la obra musical de este compositor, iniciada con Mandrake en 1995. Debemos destacar la calidad en el manejo de los conceptos y de las atmósferas que recrea con incisiva contundencia y, sobre todo, personalidad. Salazar hurga en la dispersa variedad de los sonidos que nos embargan en esta “sociedad del ruido”, anunciada y prefigurada en el manifiesto de los futuristas italianos Russolo y Marinetti de 1913. El motivo consiste en el sonido de los cascos del caballo extraído de la radio –Martín Valiente sobre la montura, en tanto dios tutelar-, la radionovela o el radioteatro específicamente; ya lo había confesado John Cage: “La música es una supersimplificación de la situación en la que nos hallamos... Es una parte del teatro”. Si bien la propuesta musical es minimalista y experimental, Argenis Salazar no obvia sus preocupaciones y críticas al mundo y a la época que le ha tocado vivir, requisito necesario del arte auténtico.

Caballito Frenao se estructura en seis tracks o válidas. Las tres primeras son narraciones de carreras hípicas imaginadas y llevadas a cabo por Moralito en la Avenida 190 de Tarapío, Naguanagua. Moralito, un personaje más –y peculiarísimo- de la marginalidad citadina, es una “suerte” de shamán o místico que congrega a una cohotye etílica dispuesta a jugar sus caballos alucinados; ni el médium ni los jugadores conocen de antemano al ganador, ni siquiera mientras cuadra “Mi Polvorín”: No importa el remate pecuniario de los caballos en sí, sino la angustia y el placer de dejarse llevar por el azar mismo, los cascos se deslizan in crescendo como dados epilépticos sobre mantas raídas y ensangrentadas, la hiel metálica y alcohólica en el paladar, el sucio grumo en las fosas nasales y la tensión convulsa de los miembros como síntoma de la orgía. Entonces se interpone una referencia a las Letanías de Satán de Baudelaire: “Tú que, mágicamente, ablandas la osamenta / Del borracho caído al pie de los caballos, / ¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!”. En este caso, Salazar explora el poder disuasivo y seductor –envilecedor incluso- de la palabra, tal como lo definiera Ludwig Wittgenstein, la incertidumbre y el equívoco, “La certeza es, por decirlo así, un tono de voz en el cual se declara cómo son las cosas, pero no se infiere del tono de voz que se esté justificando”. La palabra no sólo mienta, describe y canta a los objetos, sino también es un objeto más del mundo; pese a que en este trabajo hay planteamientos relativos a la irracionalidad y al azar –tengamos en cuenta las magníficas sillas chirriantes de Fluxus, por ejemplo-, Salazar no deja cabos sueltos a la subjetividad de los escuchas desprevenidos producto de la improvisación y el efectismo snobs. La tonalidad es séptica, la grabación se divorcia adrede del virtuosismo técnico agrediendo constantemente al escucha, sobre todo en las tres últimas válidas.


En la cuarta, se evidencia el dominio del espacio musical al conjugar el besuqueo acicateante de Jesús Hurtado respecto a su caballo, con la transmisión radial de la Policía del Estado en la Isabelica. Aquí remeda a la música rap, tal como lo hiciera en “Punto y Raya” (Mandrake), pieza en la cual un paciente de Bárbula repite en clave Morse el estribillo de Héctor Lavoe: “Esa risa no es de locos”; ambos temas son presididos por la angustia y el acoso, la atmósfera es opresiva y obscena, regodeándose en la pornofonía. Por cierto, un paciente de otro centro psiquiátrico comparaba la terapia de electroshock con un caballo que escupía babaza de fuego. El placer por lo ilícito, por lo prohibido, amerita de un ente inquisidor, bien sea el gendarme, el sacerdote, el maestro o la conciencia; este juego encanta sobremanera dado su carácter masoquista y perverso, la rebelión ante el orden de cosas es otro objeto falso, una de las caras de la moneda es el morbo, el reverso es la represión en todas sus formas.


En la quinta, a través del collage, fusiona las actuaciones de cuatro humoristas colorados, mientras continúa el galope incesante: la Nena Jiménez, Montecristo, Maracucho y el Negro Palomino. La sintaxis del discurso musical es mucho más violenta, tendiendo a la deconstrucción. Dentre ese concierto caótico de voces tenemos el estribillo “Un tipo que era impotente”, el cual denota la agresión hacia el escucha que bombardeado por los retruécanos obscenos vivificará el órgano o la función -¿disfunción más bien?- sexual correspondiente. Tal fantasmagoría mental, Freud dixit, viene del afán de coartar los sinsabores de la privación por vía de la repetición de una experiencia placentera; entonces la imagen trocará en un objeto real. Por ejemplo, la consagración de un tubo de vaselina por la afiebrada prosa de Genet; o un frasco de desodorante de bolita como consolador de una desdichada joven. De allí que Salazar cierre en la sexta con una llamada solícita a “Manchita” en la línea caliente, previa sugerencia del tema a la Computadora: la pérdida de la virginidad contada durante la masturbación de la voz, demasiado elaborada y profesional para ser de una púber. El teléfono cumple la misma función que la radio, el escucha deja de ser sujeto, inmerso en la imaginería acústica se masturbará como los oligofrénicos o los mongólicos ante un tótem eléctrico.


Para Adorno y Horkheimer, la industria cultural deviene en pornografía y –por qué no- en pornofonía, pues se trata de envilecer a las masas, de encajonarlas en compartimientos estancos. Creando, por supuesto, un falso estatus de libertad, pues “La necesidad que podría acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia individual”. En la telenovela clásica tenemos una apología al incesto, sólo que se realiza a través de un discurso moralizante y pacato, hecha la aclaratoria en los capítulos finales. Argenis Salazar embiste tal desaguisado apelando a sus mismas herramientas: las expectativas cifradas en las carreras de caballos (incluso en el acto artístico, pues Duchamp adujo que “Los artistas son personas completamente obsesionadas, completamente cegadas, con gríngolas”), la redención de los desposeídos y descamisados mediatizada en y por las radionovelas, la realización erótica de eyaculadores precoces y hembras frígidas a ritmo de rap y salsa erótica por un lado, y la ridiculización de la clase media que se aturde y extravía con la soporífera y pretenciosa cadencia del espirituoso New Age. Ello de manera cruenta y sesgada, reordenando el entorno para así resaltar el caos que nos afecta día a día; los objetos “sónicos” toman un nuevo significado en la cuidadosa distribución del espacio musical, el ritmo y la atmósfera son cónsonos con la ambigüedad y las incomprensibles coces de adentro y afuera: El endemoniado dice “Me llamo Legión porque somos muchos”. De la globalización de la economía, la cual implica a su vez la homogeneidad en los usos culturales y sociales, tan sólo se consigue el aislamiento del individuo en el rebaño. Parafraseando a Musil, Salazar ratifica que la abyección es una forma del desamparo y una pared que se hace cada vez más infranqueable.


Desintegrando la frase de Bataille, se confunden en una masa informe “Los absurdos de los pueblos bárbaros” y “las arrogancias científicas”, “las pesadillas” y “los trazos geométricos”, “los caballos monstruosos imaginados en Galia” y “el caballo académico”; sólo así el Doctor Jekill y Mister Hyde se reconocen en el muladar, caro e inmanente a ellos: la disociación de las voces y los aullidos es, por lo tanto, inútil y contranatura.


Valencia, diciembre de 1999.
¡Salud, Afición!

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