Monday, October 26, 2009

EDUARDO MARIÑO O DE LOS VERSÍCULOS DEL HASTÍO. José Carlos De Nóbrega




EDUARDO MARIÑO O DE LOS VERSÍCULOS DEL HASTÍO
José Carlos De Nóbrega


Olho muito tempo o corpo de un poema
até perder de vista o que nâo seja corpo
e sentir separado dentre os dentes
um filete de sangue
nas gengivas

Ana Cristina Cesar, Escenas de Abril.

Tuvimos noticia de la obra de Eduardo Mariño, gracias a la diligencia ensayística de Julio Rafael Silva. El gordo Julio Rafael había publicado en 2005 un breve pero asertivo volumen titulado Eduardo Mariño: El brillo y las sombras de una escritura heteróclita, bajo el sello editorial de El Perro y la Rana. Nos dice ataviado de blanco, guayabera y sombrero Panamá, sin ocultar un afán de amistad y camaradería: “En diversas ocasiones, el poeta transitará del amor divino al humano, de la contemplación religiosa a la ‘celeste carne’ de la cual una vez habló Darío, del altar a la alcoba. El amor es el mismo, pero con otro signo: siempre la misma trascendencia, la misma entrega desinteresada”. Impresión que comprobamos con suma fortuna al leer La Salvación por el Hastío (2006), colección de cuentos que configuran una aproximación sentida y conmovedora a la mujer, quizá en el ejercicio de la memoria que trae consigo una educación sentimental propia y auténtica. No sé por qué me retrotrae la desencantada atmósfera de la versión fílmica de Volker Schlöndorff que recrea Por el camino de Swan de Marcel Proust: “Cuando se enoja, suele comparar los besos a la mansa servidumbre de los perros: viven a la espera de la mínima caricia, el más pequeño gesto, para saltar encima y llenarlo todo de esa sensación inefable de hastío”. O la enternecedora película de Marcel Carné, Las Puertas de la Noche: “En consecuencia, tomé su mano y caminamos hasta mi pequeña habitación, como dos enamorados que van a tocar las puertas de la noche (…) Pero la lluvia va cesando y con ella, te vas difuminando en el humo del café, en el humo que alguien me enseñó que es ausencia”. En resumidas cuentas, este libro fue un hallazgo afortunado; nos encontrábamos ante un excelente narrador dadas la transparencia, pericia y polifonía de su discurso personalísimo.

Hoy, en el agraciado marco del homenaje a otro joven poeta llamado Juan Calzadilla,
nos toca decir –en la acepción poética del término- palabras solidarias y agradecidas sobre el libro A la salida del fastuoso recital del amigo Eduardo, reunión de tres libros poéticos a saber: Por si los dioses mueren (1995), La vida profana de Evaristo Jiménez (2002) y Nocturno del espeso mediodía, el cual se encontraba inédito. El primer poemario, escrito en prosa, se nos antoja la mixtura de textos literarios y fílmicos diversos: La Biblia, los evangelios apócrifos, Baudelaire, Ramos Sucre, el Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce, Viridiana o Tristana de Luis Buñuel. No interesa entonces un vacuo sesgo culterano; la intertextualidad constituye un decir / hacer travieso, desmitificador y crítico del verbo poético. El aforismo sería su arma más contundente, el instrumento que desollará sin misericordia el exquisito cadáver exhumado y secuestrado por el poeta parricida y necrofílico a la inversa –esto es un modo de vida poético y religioso que reniega de paraísos artificiales e indulgencias de ultratumba-. No hay santo bastardo ni rituales desencaminados que queden sin decapitar: “Lo he oído alguna vez: SON EL DOLOR ABRASADOR QUE SE PEGA A LA ESPALDA DE LOS HOMBRES” (IV, 13). La disonante multitud de voces se afana en construir y derruir ad infinitud “esta inconfesable Babel de bahareque” (IX, 1): Se cuestiona y reconviene la existencia de un Dios que nos reseca y oprime, amén de las homilías pseudoreligiosas y académicas que reprimen y amputan el libre pensamiento (“En esta iglesia circular abundan el desgano, el mezquino interés, la vil traición”, XI, 1); sin embargo, nos refresca la alusión a la lengua extraordinaria de Enriqueta Arvelo Larriva, “¿He de llamarte viento?” (III, 12); o nos trae de vuelta a nuestra condición generacional en un país a merced de los políticos paralíticos e indolentes, “Aún así, este abrazo seguirá llamándose viernes 18 de febrero” (III, 14). Seguramente, Eduardo escribió este extraño y perturbador poemario compartiendo cervezas, ron y putas con el cura borrachín de la novela El Poder y la Gloria de otro de los nuestros, Graham Greene. Al igual que Manuel Bandeira, está hasta la coronilla del “lirismo funcionario público con libro de punto expediente protocolo y manifestaciones de aprecio al sr. Director”, militando en la teoría del poeta sórdido: aquél en cuyo discurso tenemos el estigma sucio de la vida, el camión nos salpica de barro nuestra ropa blanca y bien planchada. De otro modo, la poesía sería un tonto consuelo para las niñas o “las vírgenes cien por ciento y las amadas que envejecerán sin maldad”. Es la vindicación del discurso del otro: el que se asila en los ojos de un loco.

La vida profana de Evaristo Jiménez apunta al juego con el doble o doppelgänger, el heterónimo que Pessoa toma prestado (¿o birlado?) de Sá Carneiro o una revisita desamparada pero vívida del Juan de Mairena machadiano. El summun estriba en el ejercicio responsable de la palabra, regodeándose nuevamente en el aforismo o el efecto deslumbrante –hasta el punto de encandilarnos los sentidos y las vísceras- de la prosa poética muy breve. En la bien construida tramoya transgenérica, la voz lánguida de Evaristo forja sus memorias simulando una noveleta cosida a retazos, a la manera de la serie pictórica de Balthus y sus chicas y raparigas que exhiben sin cortapisas ni rubor su erotismo al calor de la chimenea. Evaristo Jiménez se desdobla en el velorio de su propio cadáver, sin concesión alguna: “Palabras y flores perdidas, horas de enormes ausencias que se cuentan con dedos ajenos, en pálidos, deliciosos labios. Largos pasos de muerte propia escuchan al tiempo arrastrando su rueda: Óxido y desnuda crueldad que va dejando muy atrás la vida”. Qué decir de su Homérico catálogo de las naves, inventario cínico y dipsomaníaco que es sedimento de la botella: “Licores rojos, licores blancos, bebedizos infernales o elixires divinos, besos de ángel encerrados en vidrio o babas del demonio disfrazadas de azul. Botellas oscuras como el amor o transparentes como la pena, grandes o pequeñas, llenas o a medio vaciar. Botellas innumerables, como innumerable y sombrío el pesaroso destino”. Por fortuna, Eduardo ha atesorado las memorias de su amigo: ni se han extraviado en el bar, ni tampoco en el incendio de un burdel cuyo móvil es el crimen pasional, el único delito admisible en el mundo prevaricador que los tres persistimos en compartir.

Nos imaginamos un diálogo postcoital entre Evaristo y la poeta brasileña Ana Cristina Cesar:
-Sólo la noche pudo lamer sus angustias- dice el hombre con la garganta aclarada con el aguardiente.

-Sin ti mi bien soy lago, montaña / (…) / Me acuesto a fumar bajo la ventana. / Respiro con vértigo. Ruedo en el colchón. / Y sin bravuconería, corazón, subo el precio- replica la hembra desnuda en la cama, refrescando sus turgentes senos con el jugo de limón. Evaristo sabe que el precio es justo y necesario, sin importar que el poeta Carlos Drummond de Andrade sea el proxeneta que exprime amorosamente a Ana Cristina, quien ahora está al borde del suicidio: O navio desatraca / imagino um grande desastre sobre a terra.

Nocturno del espeso mediodía supone la continuidad, coda o cola del manuscrito de Evaristo, sólo a través de otra voz que lo registra; tal como ocurre con la disparatada película El Fantasma de la Libertad respecto a su antecedente, El Discreto Encanto de la Burguesía, ambas del gran surrealista que es Luis Buñuel. Nos gusta su tono conversado y circense, caótico como las ensoñaciones de Mateo Martán en el circo que lo ampara de la voracidad de la urbe. Interpongamos entonces una greguería de Ramón Gómez de la Serna: “Los clowns deben tener cara de perros blancos con el hocico manchado… Perritos graciosos con una larga mancha sobre el ojo izquierdo”. La precariedad de la palabra que se burla de sí misma en pos de la redención, halla culpa y a la vez consuelo en la caricia tarifada pero bienvenida de la meretriz. Asimismo no evade bosquejar el ars poética, en la tensión habida entre la revelación y la desesperanza A la salida del fastuoso recital: “A veces amor / siento pena por los poetas: / Tanta lacerada intención / tanto esforzado ego / y sin embargo / siempre están tristes / siempre son pocos”. Los versículos no necesitan de la numeración que facilite la concordancia o intertextualidad, pues delatan impunemente la parodia de concepciones poéticas aprisionadas en compartimientos estancos, amén de patear el reverendísimo trasero de todo discurso legitimador del poder omnímodo: “Desvívase de puras ganas / y amárrese al juicio final / de sus propios dientes. // Luego pase a preguntar / por las razones / las quejas. // Nada habrá que perdonar. // Sólo indolencia” (Versículo apócrifo).

Queremos que los lectores se sumen a la fiesta de la palabra que garantiza este libro de Eduardo. La razón excede los móviles propagandísticos, no en balde dice Lêdo Ivo que la responsabilidad del crítico es descubrir a los buenos escritores con generosidad; estas líneas celebran mi amistad con Eduardo, parafraseando a Baltasar Gracián, es un yermo territorio vivir sin amigos, pues la amistad es el único fármaco que alivia la desgracia y desahoga el alma.

En Valencia de San Simeón, el estilita, a los 24 días del mes de octubre de 2009.

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