Guillermo Meneses y el acecho jesuítico
José Carlos De Nóbrega
A Orlando Chirinos: En virtud de los favores recibidos.
Como holocausto maracucho
de plátanos, mercaderías y misceláneos
en el incensario de los chinos.
“El primer preámbulo es la composición de lugar,
que es aquí ver con la vista de la imaginación
la longitud, anchura y profundidad del infierno”.
San Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales.
No soy de aquellos que consideran dividir la obra narrativa de Guillermo Meneses en dos individuos diferentes, o peor aun, en dos antípodas a los efectos de una aproximación que se precie de ser pertinente. Tal cuestionado “razonamiento” me parece válido, por ejemplo, en el lúdico acometimiento de un texto narrativo.
Es el caso del cuento La vida privada de Henry James: el personaje protagonista, un afamado escritor, se escinde en dos; el uno, exhibiendo su carisma en los grandes salones e infaltables ágapes; y el otro, rumiando su misantropía en la oscuridad de la habitación de trabajo. No hay dos escritores denominados Guillermo Meneses 1 y 2; se nos antoja más prudente y adecuado hablar de dos momentos susceptibles de diferenciación en su obra cuentística y novelística. Bien lo asevera Javier Lasarte (1999):
“Sin embargo, en la mayor parte de los casos, la crítica ha preferido quedarse con la última producción del escritor, restando valor a sus primeras obras, tildándolas a menudo de inmaduras, ingenuas y criollistas, o considerándolas como simples esbozos preparatorios de su obra mayor (...), sin entender a menudo el proceso intelectual y artístico que dio base a aquellas primeras producciones y olvidando el carácter y los efectos de las diversas transformaciones ocurridas en la narrativa menesiana a mediados de los años cuarenta” (p. X).
El escritor es uno solo en la diversidad de las voces que le apremian durante su ciclo creativo. Sin duda alguna, el caso de Guillermo Meneses —en cuanto a su peculiar proceso de creación literaria— es uno de los más interesantes de la narrativa venezolana contemporánea.
Si nos atenemos a su obra cuentística, compilada por el mismo autor en Diez cuentos —cuya primera edición data de 1968—, hallamos un trajinar evolutivo que va del detritus de la literatura costumbrista a la innovación del discurso narrativo heredera de la vanguardia de principios de siglo —la cual se haría sentir tardíamente en nuestro país a partir de la segunda postguerra. Los primeros cuentos de los años treinta, si se quiere, prefiguran textos posteriores y depurados como “La mano junto al muro” (1951). Persisten las obsesiones temáticas, los personajes marginales, la transición del paisaje rural al urbano; el giro descansa en el tratamiento de dichos aspectos. Del enfoque realista de la trama a la digresión discursiva per se: metamorfosis y metástasis de la narración lineal que muta en la culebra engullendo su cola. Del abordaje exteriorista y local del paisaje a su más interiorizada asunción (¿absorción?) que lo recrea y transforma. Los personajes, mostrados a la luz de la unilateral óptica realista en un primer momento, se descomponen más tarde en los fragmentos afilados del espejo hecho añicos en el piso. Precisamente, el fluir de la conciencia de los personajes se iría desenvolviendo en los relatos de una manera más ambigua y ajustada al atonal y dispar concierto de voces que les embarga. Se trata de la soledad del personaje alienado en el inhóspito paisaje urbano. Siguiendo a Robert Musil: “El envilecimiento es una soledad más y un nuevo muro más sombrío”.
“Adolescencia”, uno de sus primeros cuentos, publicado en 1934, constituye un particular y breve ejemplo de lo que los alemanes categorizaron con el nombre de bildungsroman o novela de formación (1). Recrea la atribulada rebeldía de Julio Folgar contra el orden establecido a su alrededor: el moralismo del hogar encarnado por doña Isabel, su madre; y el severo y acucioso puritanismo, si así puede decirse, de la atmósfera del Colegio Jesuita bajo la impronta espiritual del padre Echevarrieta. Sólo que la rebeldía venía aparejada con los ardores y el paladinismo de la adolescencia: el tener a su merced el mundo y el tiempo, anchurosos por demás. El clímax del relato se hace objeto y símbolo cuando Julio graba en el guayabo el contrato por medio del cual pide al Diablo la satisfacción plena de su concupiscente sed. Sugerido el coito con la negra Mariana, la lavandera, un Folgar acosado por la culpa se rinde ante el padre Echevarrieta, siguiendo quizá las emblemáticas máximas jesuitas perinde ac cadáver y ut senis baculus, confesión del cuerpo inerte sostenido por el bastón de un anciano. Si bien el final de la historia fue juzgado como flojo y pacato, además de lo unidimensional de su tratamiento lineal, este cuento es perfectamente rescatable por aspectos tales como la pericia narrativa apuntalada en la técnica del ensamblaje de “materiales” variados en la configuración del discurso (el largo y tedioso discurso final del padre Echevarrieta a los que pronto egresarán del Colegio, la letra del foxtrot “Salomé”, el retrato juvenil de la madre de Julio Folgar, los cuales se fundirán y reharán en la febril imaginación épica y sensual del adolescente protagonista), cosa poco frecuente en nuestras letras de aquel entonces. Otro punto a favor estriba en la tensión erótica, psicológica y existencial del personaje púber contrapuesto a un entorno oprobioso y asfixiante, muy a pesar del bucolismo de la Caracas de principios de siglo. Al respecto, Domingo Miliani (1973) declara que “Es la ruptura, como en Joyce (2), con el esquema paterno, la fijación maternal, edípica del Eros y su descubrimiento en una sirvienta negra. Ese despertar cierra el cuento de Meneses”. Julio Folgar se prueba ante el espejo las máscaras que componen el juego de simulación que es a la vez la conformación de la personalidad, de la línea de sombra que según Conrad significa el umbral de la adultez. Condicionada al final por el acecho de la atrición —temor al Infierno, excitados los sentidos por la chamusquina de las almas en fuego y azufre, amén de los alaridos y las blasfemias de los condenados— que calza con el utilitarismo terrorista de la Escuela Jesuítica. Hasta este instante, la biografía nos presenta en 1928 a un joven Meneses recién graduado de bachiller, egresado del Colegio San Ignacio, encarcelado y agobiado por los trabajos forzados en Las Colonias, luego de participar políticamente en contra de la dictadura gomecista. Sus medallones y escapularios fueron echados y pisoteados en un gesto de disconformidad.
“La balandra Isabel llegó esta tarde”, también de 1934, es un cuento que, pese a su estructura tradicional, llamó la atención de la crítica y los lectores de la época. Tanto en los denuestos de godos y liberales, como en los elogios de lectores menos desprevenidos. Representa el punto más alto en el inicio del intervalo creativo de la obra narrativa de Meneses. Coincidimos con Orlando Araujo (1988) en cuanto a que este cuento simula el cierre de la figura, pues se estructura de forma abierta “en espiral que arrancando de un centro enigmático, al mismo tiempo vivencial y ontológico, vuelve a él y lo circunda como una serpiente interminable cuyos anillos enroscan y aprietan a una víctima que no se rinde” (p. 34). El enfoque realista de la anécdota, centrada en la vida de personajes marginales a la vera del puerto de La Guaira, no oculta una noción cíclica del tiempo que raya en el fatalismo, más allá del determinismo político y socioeconómico de la coyuntura histórica, el positivismo en boga: las máscaras no salvan al hombre, más bien lo cosifican en la calma chicha de una existencia mustia y desesperanzada. Martinote no es más que un sucedáneo de Segundo Mendoza, víctima en pos del cuerno de la abundancia allende el mar, victimario de las románticas aspiraciones de Esperanza en cuanto a redimir su vida atada aún al catre del lenocinio. La masa de meretrices y marineros bailan danzones y boleros toda la noche, embriagados en la esperanza fútil de amores correspondidos y fortunas por venir. Si bien el texto responde aún a los cánones del criollismo y el realismo, sobre todo en lo concerniente al afán didáctico y moralizante, la mirada sobre los personajes está revestida de ternura y cierta simpatía solidaria respecto a su destino inevitable. Es ilustrativo el estribillo “¿Qué será lo que tiene que decir Esperanza?” (Meneses, 1999, p. 31), musitado por el narrador y más adelante por Segundo (“¿Qué es lo que me tienes que decir?”, p. 32), a la manera de los melodramas radiales tan de gusto en la Cuba de antes de la Revolución. No es casual entonces la visión melodramática del cuento en el filme homónimo de Cristhensen (1950) —ajustada por cierto al paradigma del cine mexicano—, protagonizado por Arturo de Córdova, Néstor Zavarce y Tomás Henríquez. En resumidas cuentas, se descuelga la ubicuidad del sacerdote jesuita, facilitada por un intrincado sistema de pasadizos secretos, acechando y reconviniendo piadosamente a los indios guaraníes en estado pecaminoso, teniendo la selva paraguaya como escenario. Se trata de un Guillermo Meneses optimista e ilusionado en el ideal del progreso.
“Borrachera” (1936) y “Luna” (1938) son cuentos de una índole distinta en cuanto a la consideración moral, no moralista, de los personajes. En el primero de los casos, el negro Antonio es expuesto en toda su precariedad y miseria: alienado, tragado y vomitado por la monstruosa urbe, cuya fealdad es sobredimensionada en el “trance” de la ebriedad. A contracorriente de los cuentos anteriores, no encontramos descripciones exterioristas, directas y románticas de la ciudad; por el contrario, el sórdido paisaje se insinúa acosando a este negro pobre, aturdido por la borrachera: “Atravesando sueño, cansancio y borrachera, la idea del trabajo lo despertó. Debía estar en el almacén rápidamente” (Meneses, 1999, p. 64). El obrero a merced de un círculo infernal: de la maloliente buhardilla a la explotación del almacén, siendo la taberna el descanso de la escala que sólo conduce al envilecimiento, cuesta abajo en la rodada. Especulando su teoría de los espejos, Meneses (1953) comenta: “Si me dedicara a cazar las imágenes de entonces, podría pensar en las fronteras de la miseria que eran los callejones del barrio cercano, en la sombra de la escuela” (p. 69). Muy a pesar de su estructura lineal, “Borrachera” acierta en exhibir en atisbos la fragmentación de la conciencia de Antonio, su protagonista atribulado. La transición del paisaje rural (al modo de la Arcadia, el mundo perdido) hacia el urbano fluye de la canción materna (“Antonio Retoño / mató a su mujer / con un cuchillito / del tamaño de él”) a la estridencia de la rocola en el botiquín. Al igual que en “Luna”, el personaje protagónico no puede dar rienda suelta a su lado oscuro, en tanto vía posible de expiación y liberación: ni Antonio asesina a la horrenda puta —víctima propiciatoria que sustituye a la ciudad— con la cual cohabitó en el chirriante y oxidado camastro, ni el indio Malavé logra en el acceso etílico —a falta de hembra— consumar el incesto; ambos cercados por el sombrío mecanismo de la represión enclavada en el resentimiento. Las expresiones que remedan el mágico mantra, el “Quiero. Quiero” de Antonio y el silbido “Ti-ti-ti” de Malavé, no constituyen conjuros que reviertan la áspera y dolorosa realidad que trajinan, tan sólo un estupendo recurso fónico y metafórico del cual se vale Meneses en el acto de enhebrar la trama.
Finalmente, “La mano junto al muro” (1951) consolida la búsqueda y los hallazgos de la narrativa menesiana desde sus inicios mismos. Jesús Puerta (1999) lo resume de manera harto pertinente:
“La evolución de nuestra narrativa hacia la integración de los elementos de denuncia social o ética y los nuevos recursos estéticos vanguardistas, es apreciable incluso en el caso de la obra de algunos escritores considerados individualmente. Un ejemplo claro es el de Guillermo Meneses” (p. 160).
El paisaje urbano va a la par del discurso narrativo, centrado no en la anécdota y sí en la fragmentación del lenguaje. El burdel de puerto, antes un antiguo castillo, supone la devastación de la ciudad romántica y afrancesada de Guzmán Blanco, la cual cede su lozanía al asfixiante y caluroso enseñoramiento del concreto y el hacinamiento en compartimientos estancos. El espejo del cuartucho de Bull Shit, la meretriz asesinada, roe quebrando en pedazos el entorno revelando tan sólo sombras (“La vida de ella podría pescarse en un espejo... O su muerte”, Meneses, 1999, p. 177). El tema del relato no se afinca en la resolución del asesinato, por el contrario, la trama policial forma parte del juego de simulación que apunta más bien a una consideración del tiempo, de lo efímero de la existencia. No la depreciación del tiempo histórico, sometida a los caprichos de las concepciones historiográficas; el relato se refiere más bien a la acción erosiva y disolvente de la entropía, pues el paisaje y los personajes se van desmoronando en las idas y las vueltas cíclicas de los pasadizos y callejones sin salida que propone su discurso. Impera una preocupación de orden metafísico y ontológico. La voz narrativa, forjada la atmósfera nihilista, titubea una y otra vez, se hace repentina y monocorde como el habla de los borrachos ante sus convidados de vidrio. Se metamorfosea y quebranta en los personajes por demás desdibujados, imitando los efectos lumínicos de los lienzos del demiurgo Reverón. “Engañarse y engañar, ocultando que sólo son fantasmagorías que en cada quien tienen su origen, su asidero y su final. Sombras que, en algún momento, pueden aparecer más eficaces que la realidad” (Meneses, 1953, p. 71).
Jesucristo y Judas son los lados complementarios de una misma moneda, con la cual se financian las indulgencias que no llevan a ninguna parte, las traiciones y las orgías a las puertas de los templos y los burdeles.
Notas
(1)Como ejemplos dispersos de este género tenemos Las tribulaciones del joven Törless, de Robert Musil; Retrato del artista adolescente, de James Joyce; La línea de sombra, de Joseph Conrad, y El lobo estepario, de Hermann Hesse, o Piedra de mar, de Francisco Massiani.
(2)Domingo Miliani asevera el paralelismo del relato y la novela Retrato del artista adolescente, de Joyce. En cambio, Javier Lasarte aduce que el planteamiento del cuento está bastante alejado del “modelo joyceano”, si se considera su desenlace.
Referencias bibliográficas
Araujo, Orlando (1988). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila.
Lasarte, Javier (1999). Prólogo en Diez cuentos de Guillermo Meneses. Caracas: Monte Ávila. Páginas VII-XXXII.
Meneses, Guillermo (1999). Diez cuentos. Caracas: Monte Ávila.
— (1953). “Teoría de los espejos”. Revista Nacional de Cultura, 100 (1), 69-73.
Miliani, Domingo (1973). Prueba de fuego. Caracas: Monte Ávila.
Puerta, Jesús (1999). Modernidad y cuento en Venezuela. Valencia: Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Universidad de Carabobo.
Texto perteneciente al libro Salmos compulsivos por la ciudad editado en PDF por LETRALIA
http://www.letralia.com/ed_let/salmos/index.htm