Wednesday, October 24, 2007

EL SABELOTODO. Guillermo Cerceau


El sabelotodo. Guillermo Cerceau.

Él sabe todas las cosas, es capaz de hablar por horas, sin parar, sobre los temas más recónditos y de avergonzar a los eruditos de todas las culturas con la profundidad de sus conocimientos, pero hoy ha decidido permanecer en silencio, y ni siquiera una petición oficial, del Rey mismo, escrita de su puño y letra, logra persuadirlo de compartir su sabiduría, para frustración e impotencia de quienes vinieron desde muy lejos a escucharlo.

¿Cómo se puede saber todas las cosas? ¿Acaso alguien puede saber, por ejemplo, a qué hora me desperté esta mañana, o de qué color es el gato que se asoma cada noche a mi ventana? Es obvio que hablamos de las cosas que tienen cierta dignidad, como para que ameriten ser estudiadas, cosas de las ciencias y de las letras, hechos famosos, monumentos, guerras o imperios. Es posible que de las cosas simples de mi vida él no sepa nada, de hecho, es muy probable que ni siquiera sepa de mí, de mi pobre existencia, de mis cavilaciones, del mismo hecho de que en este instante estoy pensando en él. No se puede hacer ciencia ni historia de lo cotidiano, mucho menos erigirle monumentos a los insignificantes o entablar guerras por sus intereses.

Él sabe todas las cosas dignas de ser sabidas. Un rey no se hubiera molestado en tomar su noble pluma y escribir un decreto para que se discurra interminablemente sobre hechos vulgares. Corresponde a su dignidad que tanta molestia real esté relacionada con lo que figura en libros o lo que se discute en academias. Es posible que el rey ignore todas estas cosas, pero seguro que sabe distinguirlas de las otras. Extraño misterio este del saber: que podemos distinguir lo que es digno de saberse de lo que no lo es, aun ignorando ambas cosas.

El día está por terminar y nada parece convencer al sabelotodo de que abra su boca y diga lo que sabe. El obispo y el rabino, por una vez de acuerdo, han acudido a reiterar la petición del rey. Hay generales, empresarios, sindicalistas y todos parecen encontrar la misma indiferencia. Alguien sugirió traer personajes más conmovedores, y desfilaron frente al sabelotodo primero niños y monjas y después mendigos y locos, y nada pudo conmover el endurecido corazón del sabio convertido en mudo.

Nunca faltan los suspicaces que comienzan a murmurar que tal vez no lo sabe todo, que a lo mejor se le acabaron las historias (como si el saber perdiera su condición de tal por ser finito), que se trata de un embustero que encantaba con su verbo vacío y que, por comodidad o negligencia, nadie se había percatado. Otros, más benévolos, piensan que el hombre simplemente está cansado o que ya cumplió su misión, y dijo todo lo que tenía que decir.

El hecho es que él sabe todo y decidió no hablar más. Me temo que solo él sabe por qué ha tomado una decisión tan drástica.

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