Friday, April 13, 2007

INSERCIÓN DE LA REVISTA POESÍA EN EL PANORAMA POÉTICO VENEZOLANO DE LOS ÚLTIMOS TREINTA AÑOS


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INSERCIÓN DE LA REVISTA “POESÍA” EN EL PANORAMA POÉTICO VENEZOLANO DE LOS ÚLTIMOS TREINTA AÑOS.

Cuando en 1971 se funda la revista “Poesía”, estaba abriéndose un espacio de transición en el devenir poético venezolano de aquel entonces. Ya era evidente el agotamiento del vanguardismo y el compromiso político-social que habían marcado a la literatura de los sesenta. Era urgente superar los aportes de la Generación del 58, a como diese lugar. Son ilustrativas estas palabras de Ludovico Silva:
“Lo importante, para esa generación de poetas, es saber que hoy está muerta como generación. Hay una generación de 1968. Hay nuevos poetas y nuevas actitudes, no tan audaces y comprometidas, pero distintas. También hay unos cuantos poetas que se quedaron sin generación. Y otros tantos que la perdieron, y que siguen escribiendo a pesar de los años.
“Y no te digo adiós, sino hasta luego, como dice el tango”.
La referencia de Ludovico Silva, más allá de la nostalgia, apunta no sólo a la subversión política y literaria que afrontaría, en primera instancia, la administración de Rómulo Betancourt, manifiesta en la guerra de guerrillas y en la trinchera poética de publicaciones tales como Sardio, Tabla Redonda, Rayado sobre el Techo, En Háa, Sol Cuello Cortado y En letra roja; sino también a poetas tales como Rafael Cadenas, Alfredo Silva Estrada, Juan Sánchez Peláez, Juan Calzadilla y Rafael José Muñoz, cuya obra superó en calidad y continuidad el sepelio de dicha generación. Por supuesto, la generación del 68 implica nombrar a poetas como Teófilo Tortolero, Reynaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros, Eugenio Montejo y Luis Alberto Crespo, quienes habían levantado tienda aparte, en una actitud esclarecida y un afán renovador de nuestra poesía.
Reprimida, derrotada o “pacificada” la insurgencia guerrillera en Venezuela, se notaba un dejo de desilusión ideológica y estética en el corpus literario nacional. El espíritu de la comuna se quebrantó al igual que la realización de la utopía revolucionaria, tanto en lo político como en lo artístico. Tal sensación encuadra en este verso de Rafael Cadenas, una de las voces mayores y sobrevivientes de la referida década: “Cuanto he tomado por victoria es sólo humo”. Ante este escenario desolador, el grupo de poetas fundadores de “Poesía” asumía, por el contrario, una actitud de desconfianza y prudencia. Reynaldo Pérez Só resume esta posición no exenta de crítico extremismo:
“Esta década del antirromulismo, el rojismo, el cubanismo fue quizá la más pedante, engreída, de la historia reciente hasta entonces. La fórmula maniquea política asesinaba con un solo grito de salón político-teórico a Vicente Gerbasi, Andrés Eloy Blanco, Juan Liscano; dejaron de existir poetas como Rodolfo Moleiro, Ana E. Terán, Enriqueta Arvelo L.. Todo aquello que sonara a no “compromiso” queda desterrado, ahora se pertenecía a la pre-historia, pues la historia se inicia con los intelectuales desvaríos del surrealismo, o las imitaciones del desparpajo beatnick, la poesía “coloquial” cubana, el romanticismo, el neo de Hikmet e incluso no pocos alababan el triste papel colombiano de los nadaístas”.
Dado el relativo vacío en la literatura venezolana al inicio del setenta, el mal llamado Grupo de Valencia decide agruparse fuera de la colmena del trasnocho político y estético de los sesenta. Cabe citar en este instante a Jorge Luis Borges: “La única manera de hacer una revista es que unos jóvenes amen u odien algo con pasión. Lo otro es una antología”. Si bien el punto de encuentro es la universidad, nuevo bastión de los despojos de la izquierda radical que había sido sepultada en el clientelismo o en el aislacionismo, el ámbito es propicio para desarrollar una empresa poética que implique una vuelta de tuerca que sacudiera en silencio las entumecidas letras venezolanas. La revista “Poesía”, desde su fundación, se mostró en contra del exhibicionismo vanguardista para replegarse o concentrarse en una poesía de densa interioridad, austera y despojada en la forma. Es la vindicación del verso breve, cónsona con tradiciones poéticas ajenas al tono declamatorio y dilatado de la época, tales como la japonesa o de olvidadas voces nacionales como la de Enriqueta Arvelo Larriva. Revisando el índice de los cien primeros números de la revista, no hay ningún poema de Neruda publicado allí. Tan sólo un texto necrófilo, en la última página del número 15, que se nos antoja más un epitafio poético:


PABLO NERUDA
(1904 -1973)

Acudí al fondo de ella, sumergiéndome
cada tarde en sus aguas, agarrando impalpables
estímulos, gaviotas de un mar abandonado,
hasta cerrar sus ojos y naufragar en medio
de mi propia sustancia.

Leyendo entre líneas, se deduce, más que el parricidio, la muerte natural del poema-padre que había subyugado al continente. Ello en la atmósfera neofascista del Chile posterior al golpe del once de septiembre de 1973. Por supuesto, la generación del 58, muy a pesar de sus faltas, “opuso un dique” a la nociva influencia del nerudismo de la primera etapa, recargado de grandes imágenes y metáforas totalizadoras, amén de un verbalismo de sesgo taxonómico y bellista en la descripción del paisaje americano. Después del sepelio, poco valían las lágrimas ancladas en el despecho y la nostalgia. Los tiempos ameritaban una posición sobria pero atenta respecto al quehacer poético, más apegado a la subjetividad, al trabajo interior y responsable para con la palabra misma. Precisamente, la fundación de la revista “Poesía”, según Alejandro Oliveros (su primer director), descansaría en desdecir los manifiestos y las piadosas intenciones de redención social, los excesos patentes en el barroquismo y el tenor surrealistoide del discurso poético, y la longa versificación que escondía tras de sí la precariedad del fondo y la entenebrecida percepción del mundo y del oficio poético como tal. Permítase al mismo Oliveros develar la política editorial de la publicación:
“Me proponía, sin tenerlo muy claro, la difusión de un formalismo que quería llamar “naturalista”, es decir, sin el hermetismo y la abstracción furiosa de los poetas formalistas de la década anterior. Quería promover, a nivel formal, una estética de la poesía breve y esmerada, una palabra concentrada y necesaria. Nunca entendida como balbuceo, refugio para la incapacidad expresiva, santuario de segundones. Debo añadir que para nada fui el único en promover las posibilidades del poema breve. Otros poetas, en otros grupos o aislados, y antes que yo, habían dedicado sus desvelos a una escritura breve y brillante. Teófilo Tortolero y Luis Alberto Crespo son apenas dos de ellos”.
Octavio Paz manifiesta que en el poema corto se sacrifica el cuadro variopinto en la consolidación de la unidad y “llámese jarcha, hai-ku, epigrama, chu-che, o copla, se omiten los antecedentes y la mayoría de las circunstancias que son la causa o el objeto del canto”. La voz poética, entonces, se ampara a la sombra de la miniatura o bonsái. Gaston Bachelard aduce en su favor la contención que lleva a “vivir lo que hay de grande en lo pequeño”. Curiosamente, Jesús de Nazareth reprobaba la ampulosa retórica farisaica para vindicar la poesía breve de las parábolas: el que es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho. Adolfo Castañón en su ensayo titulado “Magnitudes del Jíbaro”, nos aclara el quid de la cuestión:
“Las diversas ideas acerca de la brevedad en la literatura nos conducen a ‘una idea de la literatura –para citar a Calvino en su ensayo sobre Borges- como un mundo construido y gobernado por el intelecto’, una idea de la palabra concebida como acto. Pero si el único acto que está verdaderamente al alcance del hombre es el suicidio como lo sabían Novalis y entre nosotros, Jorge Cuesta y José Antonio Ramos Sucre, una literatura deseosa de definirse en cuanto acto sólo puede definirse en relación con su propio suicidio, el silencio. Esto explicaría la importancia de las alusiones, omisiones, enunciados implícitos y sobre todo de los blancos en los géneros breves. Los espacios en blanco transforman el espacio en escritura, prefiguran el vacío e invitan al lector a una comunicación que pasa y pausa por la higiene del silencio”.
El silencio tomaría por asalto al texto poético, sin ningún tipo de concesiones al tremendismo de la forma y al esquematismo ramplón del pasquín ideológico. Valga esta cita de Guillermo Sucre, tomado de su magnífico libro La Máscara, la Transparencia:
“El silencio, por una parte, sería el regreso a las fuentes mismas de la palabra. Ese regreso es un punto de partida; lo original, en efecto, es el silencio. Escribimos con palabras, pero lo hacemos desde el silencio. Aún Rimbaud proponía que había que escribir silencios (y fijar vértigos, añadía) y me parece que lo hacía como una disciplina para llegar a ese verbo poético “accesible a todos los sentidos”, que él mismo buscaba”.
Esta virtud es fácilmente observable en la poesía de Reynaldo Pérez Só. Él mismo denominaba a su despacho en el Departamento de Literatura con el mote de bunker. Se sobrentiende una postura de contemplación interior volcada en la alba superficie del papel y en la brevedad del verso. Desde su primer poemario, Para morirnos de otro sueño (1972), hasta el más reciente, Solonbra(1998), persiste en la desnudez estilística y lo fragmentario e inmediato de la expresión poética en la recreación del discurso de voces disímiles que habitan su interior. Sucre lo ratifica:
“Lo que aparece es sólo el poema, el texto: un objeto verbal muy breve, luminoso pero no destellante, indeterminado pero no impreciso, instantáneo pero también simultáneo. Un objeto sin sombra ni relieve al que, sin embargo, podemos contemplar en diversos planos, aun en su extatismo”.
En Tanmatra (1972) leemos su preocupación por la palabra como generadora y recreadora del mundo: “me ahogo en mí / no por malo ni por pequeño / simplemente me ahogo” en las trampas y emboscadas que la lengua nos tiende al rayar el alba. Más de cinco lustros después, en Solonbra, la misma voz poética invoca: “Tú que eres grande / concédeme valor para cortarme la / lengua / intención descaminada / bájame la cabeza / despreciable”, dramático sondeo en la dispersión y el despropósito que en más de una ocasión balbucea el alma. La angustia compulsiva de Sá-Carneiro esboza su extravío: “Perdi-me dentro de mim / Porque eu era labirinto”. Pérez Só aborda el laberinto de adentro sin remedar inútilmente ojos rasgados por navajas, mucho menos encajona las imágenes en medio del silbido de balas al amanecer. La manipulación de recursos tales como el encabalgamiento y la anáfora fragmentan el discurso rescatando el concierto abstruso que nos embarga día a día, y que –paradójicamente- constituye la vía posible de expiación: “he de soñar vigilando cada paso / mientras afuera no existo / y el ser lo tengo lejos”.
Ya antes, Teófilo Tortolero con la publicación del poemario Demencia Precoz (1968), curiosamente el mismo año del Mayo Francés, dejó una huella significativa en el nuevo curso del acontecer poético en el país. Muy a pesar de no ser tomado en cuenta por la crítica establecida, Pérez Só lo restituye en su justo sitial: “No obstante, Tortolero, desde 1966 propone una poética encontrada a la dirección y perfiles de aquellos años, y sin sospecharlo, delineaba a distancia los intentos que los poetas jóvenes de los 70 procuraban”. Efectivamente, siguiendo a Javier Lasarte, el lapso comprendido entre 1967 y 1974 representa un importante momento de transición de la poesía venezolana reciente, en el cual se dieron a la luz textos fundamentales como los antes citados de Pérez Só y Tortolero, además de dos títulos de Eugenio Montejo, Elegos(1967) y Muerte y Memoria (1972). En el caso de Montejo, es harto destacable la riqueza y el esplendor que se desprenden de sus primeras composiciones poéticas, las cuales poseen una tendencia a lo cíclico, al retornar sobre sus primeros pasos (“Mi vivir es araña / en la tela del poema”, lo cual trasluce una profunda conciencia del vínculo de la expresión poética con la vida misma). La voz poética hila, enhebra la trama paradójica de la vida y la muerte, en la lúdica prestidigitación de la palabra. Alejandro Oliveros publica en 1974 el poemario Espacios, iniciando una obra interesante que también comprende volúmenes de ensayo, amén de su fructífera labor como traductor. Recordamos especialmente su traducción del poema “Fuga de la Muerte” de Paul Celan, además de dos libros de ensayo que no han pasado inadvertidos en nuestras lecturas: La Mirada del Desengaño (Ensayos sobre la poesía del Barroco) y Poetas de la Tierra Baldía, títulos que lo confirman como uno de los ensayistas más atentos del país. Su obra oscila entre la lectura bien asertiva de la tradición clásica y la revisión exhaustiva de la poesía contemporánea. Él mismo da su testimonio:
“Mi protagonismo en el curso de la poesía de los setenta se limitó a dos apariciones. Como editor de una revista que se proponía nuevas lecturas y nuevas escrituras. Y como autor de una pequeña colección de poemas, Espacios, publicada en 1974. En ambos casos propuse la necesidad de una lírica antirromántica, de una responsabilidad de la forma, en un momento donde cualquier atisbo de clasicismo era lo verdaderamente revolucionario”.
En resumidas cuentas, la restitución del poema breve y la estética del silencio, conducentes a la contención verbal que revela interesantes aristas en la aprehensión de la cotidianidad, va a hacerse sentir en la poesía de los años ochenta. Lázaro Álvarez nos explicita el puente que va de los setenta a los ochenta en el desarrollo de la poesía venezolana actual:
“El agotado extrañamiento de búsquedas ontológicas que proliferó en la primera, hizo necesaria la configuración poética de una realidad más palpable en la segunda que, también, en sus extremos, terminó a veces rozando el puro circunstancialismo de muy poca intensidad poética”.
Sin embargo, de la década del ochenta destacan voces poéticas que fueron, en muchos de los casos, influidas por los fundadores de la revista “Poesía”: Gelindo Casasola, Santos López, Harry Almela, Jacqueline Goldberg, Sonia González, Igor Barreto, Freddy Hernández Álvarez, Carlos Ochoa, Adhely Rivero, Luis Alberto Angulo y Carlos Osorio (los tres últimos, como se sabe, se encuentran hoy al frente de la publicación). Todos ellos dados a conocer por “Poesía” en diversas oportunidades. Cerremos el intervalo con un grupo de poetas llaneros vinculados a la revista POESÍA: Adhely Rivero, Luis Alberto Angulo y Enrique Mujica. Este trío hace vida activa y comprometida en nuestra universidad, a favor de la promoción de la poesía dentro y fuera de su recinto.
Adhely Rivero (1956) es en la actualidad jefe del Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo, y Director de la revista POESÍA. Nacido en Arismendi, estado Barinas, tiene treinta años radicado en Valencia. Ha publicado los poemarios 15 poemas (1984), En Sol de Sed (1990), Los Poemas de Arismendi (1996), Tierras de Gadín (1999), Los poemas del viejo (2002) y Medio Siglo, La Vida Entera (2005). Los Poemas de Arismendi y Tierras de Gadín fueron acreedores de los premios de poesía de la Universidad Rómulo Gallegos y XL Aniversario de la Reapertura de la Universidad de Carabobo respectivamente. Haciendo eco de sus propias palabras, Adhely ha ido escribiendo un solo libro, el cual se nos antoja una crónica minimalista del Arismendi de su infancia, ámbito refundado a través de la yuxtaposición de los recuerdos y las ensoñaciones, privando el agua del río y los lamederos, en un juego especular que pone de relieve un gran dominio en la configuración de las imágenes y las atmósferas, ello por vía de la austeridad del lenguaje, sin estridencia ni encandilamiento que perviertan la recreación interior del paisaje.
Luis Alberto Angulo (1950) es también oriundo del estado Barinas, sólo que nació en Barinitas. Trabaja en la Oficina del Cronista de la Universidad de Carabobo. Tiene publicados los poemarios Antología de la Casa Sola (1981), Una niebla que no borra (1986), Antípodas (1994) y Fusión Poética (2000); este último además de compendiar los tres anteriores suma De Norte a Sur, libro por el cual obtuvo la más reciente edición del premio de la Universidad Rómulo Gallegos. El libro La Sombra de una Mano (2005) reúne toda su producción poética a la fecha, incluyendo el poemario Fractal, acreedor del Premio Bienal de Poesía Lazo Martí. Se puede afirmar, a efectos taxonómicos, que es el poeta “citadino” o “urbano” del grupo, lo cual no resta nada a su condición de buen llanero (recuérdese que publicó junto a su padre Viento Barinés, 1978, que recoge el contrapunteo entre el Arpista y el Gavilán en el pueblo de El Real). La obra poética de Luis Alberto Angulo gusta mucho del claroscuro, del desbordar fronteras, de la fusión de experiencias y lecturas diversas, pero no por ello carentes de validez y autenticidad. Al modo de las buenas piezas del jazz fusion (Chick Corea o Miles Davis, por ejemplo) o el World Music (Al Di Meola, por ejemplo), en las que elementos variopintos se ensamblan en un todo y no de manera diferenciada. Hay, por supuesto, una preocupación por el mundo cotidiano que excede la abulia, la monotonía y la mezquindad.
Enrique Mujica (1945) nació en San Juan de los Morros. Este guariqueño es profesor titular de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Carabobo. Fue vicerrector académico de la Universidad Rómulo Gallegos. Su obra poética ha recibido recompensas tales como el III Concurso Literario de la Facultad de Ciencias de la Educación de la U.C. (1972), el premio José Rafael Pocaterra por Las Formas del Verano(1978) y el de la Bienal Mariano Picón Salas (1998). El libro antes referido se publicó en 1980 (Ediciones del Rectorado, U.C.), al que se suman los poemarios Cada vez más ausente (1975), Ejercicios para el olvido (1979), Intentos (1979), En un simple movimiento de lo infinito (1981), Tintas Quemadas (2001) y Obra Poética 1970-2000 (2001). Otros títulos son Fondo y Espuma (1980) y Acento de Cabalgadura(1989, novela). El volumen que comprende su “Obra Poética” de treinta años, coincidió por fortuna con el trigésimo aniversario de la revista POESÍA, en la cual ha participado activamente. El libro nos permite una fructuosa relectura de sus poemarios, enclavados en lo paradojal del acto poético: descifrar el mundo para hacerlo más complejo y asombroso. La voz poética desdice desde el inicio la unidimensionalidad y chatura del mero formato escrito; por ejemplo, constatamos en títulos como Las Formas del Verano y Vaquería una hermeneútica del paisaje sin un ápice de ruido y barroca pirotecnia.
De manera que la revista se ha provisto de generaciones de relevo en su conducción, pese a la peculiaridad de cada quien. El hecho de que “Poesía” explorase tradiciones poéticas desconocidas en el país, contribuyó decisivamente en la formación de generaciones poéticas posteriores. Sus fundadores tuvieron a bien deslastrar el influjo de la lírica francesa en la poesía venezolana de los sesenta y setenta, ofreciendo como alternativas la poesía norteamericana -que en cierto modo influyó a grupos como “Tráfico” y “Guaire”; pocos años antes se creó en Valencia el grupo Talión influido también por los poetas norteamericanos, entre sus integrantes destacan Luis Alberto Angulo, Adhely Rivero y Carlos Ochoa-, además de la portuguesa y brasileña, la sefardita, la japonesa y la china. Lo cual redundó en ampliar significativamente la visión poética de los nuevos creadores. Es menester un agradecimiento en el silencio y el solaz de la lectura de sus miles de páginas.

A MODO DE COLOFÓN ABIERTO.

Las revistas literarias aguardan por los estudiosos y ensayistas de la literatura, pues el hecho de ser poco exploradas supone su mayor atractivo. Sus páginas son registros interesantísimos y subyugantes de la historia de la literatura de los países y los continentes. Más que ejercicio crítico, seduce el hecho de imaginar o evocar el bullir de las salas de redacción y las conversaciones en los cafés y los bares. Si bien la categoría de generación literaria es relativa, no puede ser comprensible en el absoluto de las coincidencias de sus miembros tan sólo. Los desencuentros y las desavenencias complementan significativamente el panorama de un determinado momento en el devenir de la literatura nacional y mundial. Lamentablemente, la asepsia de la crítica profesoral ha evitado, por pereza, revisar los anaqueles grises y polvorientos de las hemerotecas. Es un imperativo reivindicar los esfuerzos de escritores como Santiago Key Ayala (1874 – 1959), quien tuvo a bien componer biografías de revistas venezolanas desaparecidas tales como El Seminario de Caracas, la curiosísima El Canastillo de Costura, El Zulia Ilustrado o América Ilustrada y Pintoresca, publicaciones periódicas del siglo XIX. La hemerografía puede deparar grandes sorpresas en el estudio de la obra de un determinado autor, al punto de descubrir textos desconocidos de un inapreciable valor artístico. El Departamento de Literatura de la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo, encabezado por el poeta Adhely Rivero, ha puesto a la orden del público universitario y general la Sala de Lectura de Revistas, la cual cuenta con un amplio stock de publicaciones periódicas en idiomas tales como el español, portugués, francés e inglés. Es un espacio inédito en Valencia que contribuye a consolidar la cultura hemerográfica en el país.
La revista “Poesía”, a partir de su fundación en 1971, representa un momento estelar de nuestro discurso poético. Permite dar una visión de conjunto de la poesía venezolana, latinoamericana y mundial de las últimas décadas. Surgió en la necesidad de renovar y refrescar el quehacer poético venezolano a partir de los setenta. Ha formado a las nuevas generaciones de lectores y creadores de poesía en la ausencia del ruido, la estridencia y las gesticulaciones consolatorias y autocomplacientes. Este estilo ha persistido en tanto claridad del pensamiento y el trabajo poéticos de sus fundadores y redactores. Por supuesto, en la devoción y consecuencia de sus lectores –entre los cuales nos contamos- descansa también su larga trayectoria.
La revista POESÍA ha contribuido sin duda a la configuración de la poesía venezolana de los últimos siete lustros. No sólo el conjunto de poetas fundadores y redactores, entre los que destacan Reynaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros, Teófilo Tortolero, Eugenio Montejo, Adhely Rivero, Carlos Osorio, Luis Alberto Angulo, Enrique Mujica y más recientemente Sergio Quitral, cuenta con una obra individual de estimable calidad, sino también el trajinar de la revista en el medio local, continental y mundial, ha servido de útil apoyatura a la cultura poética en Venezuela y América Latina. Todo aquel biógrafo o “hemero-bibliógrafo”, en la tradición y pasión de Key Ayala (Pedro Téllez dixit), encontrará a lo largo de sus ciento cuarenta y dos números indicios y pruebas suficientes de su excelencia y trascendencia en el universo de las publicaciones literarias latinoamericanas. Y, lo que es mejor, experimentará la satisfacción del apetito estético, complacidos todos los sentidos. La poesía, en definitiva, tiende puentes imperecederos entre los autores y lectores en un guiño cómplice y solidario.

José Carlos De Nóbrega.

Valencia, agosto de 2006.

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