La sucia falda protege el fogón
Para espantar el hambre
Que ronda la sala ante la espera.
Poema (fragmento) de Cristóbal Ruiz.
Cristóbal Ruiz, pintor y performer selenita, murió por segunda vez –no nos atrevemos a decir que de una manera definitiva- en el sector El Castaño de las Trincheras, municipio Naguanagua, el día sábado 5 de febrero de 2005, según rezan las notas periodísticas de la región. Su cuerpo pendía de un cable de electricidad, el abdomen se hallaba intervenido con dos puñaladas de frío salvajismo y las manos amputadas, echadas u ocultas en no se sabe dónde. El morbo, convidado inoportuno de los pensamientos contingentes y desbocados, recreaba la composición de la terrorífica escena: Instalación y performance, técnica mixta, materiales diversos (cadáver exquisito cuya sombra se proyecta en uno de sus propios lienzos, decapitando al pájaro fantástico y multicolor, sumiendo en la amodorrada oscuridad a una recogida culebra morrona).
La primera muerte de Cristóbal ocurrió hace dos años, esto es septiembre de 2004. Me había tomado por sorpresa al leer la despiadada reseña en el diario El Carabobeño del domingo, entenebrecida la vista por una albigrisácea capa de secreciones y lagaña. El sábado en la noche lo había visto en la licorería, preguntando por Alexis para canjear sus acuarelas de tierra ajedrezada por media mula de leal cocuy. El flaco licorero siempre se quejaba porque Cristóbal le vendía lo más modesto de su fecundo parto artístico, mientras que otras personas adquirían óleos de gran formato y mayor completación técnica. Si no, consúltese su rabia al ver uno de los cuadros, propiedad del poeta Reynaldo Pérez Só, en la portada de la revista Poesía número 128. Pese a ello, esta primera muerte lo había afectado, hasta el punto que fueron infructuosas sus diligencias para inquirir en dónde se realizaba el acto velatorio. Media semana después del primer deceso, me espanté al verlo caminar en las inmediaciones del bar La Guairita; Alexis y Juan me confirmarían que yo no estaba rascado ni drogado: Cristóbal estaba vivito y jodiendo la paciencia de los habitantes de Valencia de San Desiderio, así nomás, impunemente. La macabra chanza quizás era una estratagema estafadora para revalorizar su obra pictórica, al margen de las escuelas, las tendencias y, sobre todo, los círculos museográficos.
En un trabajo aparecido en Letra Inversa (apéndice culturoso de la agencia EFE), escarbando el sendero de Cristóbal Ruiz, Vielsi Arias –una trigueñita buenamoza- resume las peripecias de su andar estético y vital. Nacido en La Luna, pueblo de Urama, el año de 1950, Cristóbal ejerció oficios dispares mientras procuraba una vía de expresión que le permitiera ganar un lugar en este mundo: conuquero, monaguillo, bailarín y performer de botiquín, officeboy, hasta que se empapa del ambiente político y cultural caraqueño de finales de los sesenta, lo cual le conduciría a la pintura de la mano de Diego Barboza y, luego, dos años mediante en la escuela de arte de su tocayo Cristóbal Rojas. La pobreza le impidió consolidar estudios escolares, sólo que no se perdió su espíritu libertario en los largos pasillos y estériles recovecos de las academias. En una foto de nuestro amigo Orlando Baquero, Vielsi amansa con una sonrisa fresca, sentida e impecable al Rasputín que a veces era Cristóbal: Su vida fue en cierta forma una gran pieza de teatro, en la que actuaban infinidad de personajes que finalmente eran él mismo. Hay infinidad de escenas en la que todos estamos envueltos, de igual forma su obra recoge del entorno todo cuanto acontece y siente. Al tratar de ubicar a Cristóbal en una categoría específica del arte, no hay duda que sería dentro de lo popular, considerando este género como aquel que parte de un colectivo, del contacto diario con el entorno, que sin mayor formalidad ni prejuicios lleva consigo el itinerario de un pueblo (Letra Inversa, 13 de marzo de 2005, páginas centrales). Ni que lo digas, pequeña guaricha. La Facultad de Educación de la U.C. y el comprimido pasillo que separa el Teatro Municipal y la Facultad de Derecho, constituyen el espacio convencional en el cual Cristóbal satirizó al Templo de la Racionalidad y la Cabronería, tanto en lo estético como en lo político. En la inauguración del Festival de las Artes, teniendo al Teatro Municipal como tramoya de lo más formal, él le sacó su irreverente culo al pícnico y sacratísimo Alcalde de la Ciudad, más preocupado por las corridas de toros que por la Poesía que se enseñorea de todas las artes. Un azulado paco pelafustán y servil le dio una paliza porque su cabeza de palo segrega a los oriundos de la luna, pues son anarquistas esquizoides que mezclan sus efluvios corporales con la pintura para evidenciar lo mierda que es la sociedad de su tiempo: sí, esa que sólo respeta y se enculilla ante dos cosas, el dinero y el garrote dispuesto siempre a fracturar cráneos, espíritus y conciencias.
A veces, en el epicentro de su embriaguez, Cristóbal se convertía en un tipejo fastidioso, resentido y ofensivo. Por lo cual, en ocasiones mi mezquindad y malhumor me obligaron a seguir de largo con el pretexto de llegar algo retardado a un examen o a una exposición oral en la Facultad. Todavía los cuerdos tenemos la cachaza de maltratar al prójimo dizque para paladear y padecer nuestro cuadro de estrechez anímica. La Psiquiatría, aparentemente, da para todo, menos para la extirpación de la locura. A Dios Gracias para su mayor Gloria, pues una sociedad sana y racional sería un paraíso artificial intolerable. Ello justifica la naif psicodelia abigarrada del universo artístico de Cristóbal Ruiz: Maestro fue Cristo que hizo el culo sin compás.