Conocí a Don Abelardo Cuadra a finales de los ochenta en Valencia, la de Venezuela. Específicamente en la casa de su hijo, el Doctor Víctor Cuadra. Mientras Víctor y el flaco Ismael ultimaban los detalles del montaje de una revista del Movimiento Universitario Evangélico Venezolano, tuve el placer de conversar con Don Abelardo durante más de tres horas. Este legionario del Caribe, reencarnación de Odiseo por enésima vez, nació en Malacatapa (Granada, Nicaragua) el año de 1904 y murió en Valencia, Venezuela, el año de 1993. Es un personaje desconocido en la accidentada historia del continente, pero sin duda uno de los más seductores, pues participó en el combate a las dictaduras de Tacho Somoza y de Chapita Trujillo. Si bien Don Abelardo formó parte de la cruenta Guardia Nacional somocista, fue gestándose en su interior el espíritu rebelde -que caracterizó el resto de su vida- mientras perseguía fallidamente a Augusto Sandino. Levantó el informe sobre la muerte de Sandino, puñalada trapera de Tacho Somoza a un guerrero pacificado, jamás derrotado por la Guardia Nacional ni por los Marines norteamericanos en el campo de batalla. Si revisamos el capítulo III de sus memorias (Hombre del Caribe, 1979, Editorial Universitaria Centroamericana, Costa Rica), titulado “La Hora de asesinar a Sandino”, leemos esta dramática y sentida confesión: “Total: catorce asesinos y conmigo quince”, luego de inventariar a los que planearon y ejecutaron tan cobarde y repudiable asesinato. Tiempo después, participó en una conjura contra Somoza, lo cual le valió la prisión perpetua. Sin embargo, escapa atravesando a pie la selva centroamericana. Se me parece al coronel Aureliano Buendía, héroe ignorado de las mil batallas perdidas: cambió los honores burocráticos por la elaboración ad infinitum de pescaditos de oro. Don Abelardo ejerció, en los tiempos libres que le dejaba su “jodisea” –como a él mismo le gustaba decir-, la pintura de brocha gorda, el entrenamiento de pugilistas y la tan mal pagada docencia. Sin duda utilizó el lápiz como bien manda la Biblia: escribió páginas plenas de vida, con sus virtudes y defectos, y corrigió los errores restregando el borrador rojo contra su dialéctica y poética superficie.